COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL 2o DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
“EL CORDERO DE DIOS“
15 de enero de 2023
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Juan el Bautista vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería cuando dije: después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo.
Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel”. Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: <<Aquél sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo>>. Yo lo he visto y doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios”.
(Jn 1, 29-34)
Comentario
Dos son las sorprendentes revelaciones acerca de la identidad de Jesús que nos hace el Evangelio según San Juan, en el pasaje de hoy, con el que iniciamos el tiempo durante el año en este nuevo ciclo litúrgico. Las dos revelaciones puestas en boca de Juan el Bautista, quien aparece aquí no solo como el profeta que pone de manifiesto el designio de Dios, escondido desde antiguo, sino también como el receptor y testigo de la radical hondura del misterio de la encarnación, cuyo cumplimiento tiene ante sus ojos. Cada una de estas revelaciones corresponden a los dos títulos mesiánicos con los que el Bautista se refiere a Jesús: el Cordero de Dios, el Hijo de Dios.
El Bautista había recibido el mandato profético de salir al desierto, buscar el sitio propicio en la ribera del Jordán y comenzar este llamado urgente a la conversión, como preparación a la inminencia de la venida del tiempo del Mesías; llamado perentorio, y en el propio lenguaje de Juan, un tanto amenazador; ha llegado el tiempo de la siega, la cosecha ya está preparada; ha llegado el tiempo de la tala radical, el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles, ha llegado el momento de la purificación, la paja que reste del buen trigo aventado por el Señor, será arrojada al fuego, está pronto a venir Aquél cuya majestad es incontestable, Aquél respecto del cual el propio Bautista no se considera digno del puesto del más pequeño de los servidores: atar y desatar sus sandalias.
El origen del mandato del Bautista, Juan -el Evangelista- se encarga de revelarlo también, intentando zanjar una espinosa cuestión, que rondaba por fuera y por dentro en las comunidades cristianas de la segunda mitad del s I: a saber, la autoridad en la que se asentaba la actividad profética de Juan, y la relación entre éste y Jesús, máxime considerando el violento eclipse del profeta, degollado en la fortaleza de Maqueronte, por orden de Herodes Antipas, y el traspaso de algunos de sus discípulos al discipulado de Jesús; la inquietante pregunta que resonaba desde el tiempo de los sinópticos, y que el Evangelio según San Marcos, pone el labios del mismo Jesús: El bautismo de Juan, ¿venía del cielo o de los hombres?. El cuarto Evangelio hace responder al mismo Bautista, y precisamente en el momento en que está introduciendo a Jesucristo en escena: el mismo que revela desde lo alto la identidad de Jesús a Juan, es el que ha enviado al propio Bautista en calidad de precursor, Ése, cuyo nombre no puede ser pronunciado, y que es hábilmente mencionado a través de la perífrasis: “El que me envió a bautizar con agua…”, Dios mismo, es quien ha decidido enviar al Mesías y a su Profeta.
La revelación del misterio de la identidad del Mesías y su misión, será, no obstante, lo más desafiante en este pasaje del cuarto Evangelio.
El Cordero de Dios: Juan que había anunciado al Mesías inminente como el severo juez de la historia, como el implacable segador de la cosecha definitiva, al encontrarse frente a Jesús, recibe desde lo alto, la noticia de que Él es el esperado, pero al mismo tiempo, se le notifica de que el plan de salvación va a operar de un modo totalmente nuevo: éste es el Mesías, la esperanza cumplida de Israel, pero no es el León de Judá que arrasará todo a su paso y sojuzgará las naciones con la fuerza de su diestra, sino viene como Cordero; el animal cuya mansedumbre es emblemática, el animal, que permanece mudo cuando lo conducen al altar del sacrificio.
La salvación acontecerá, entonces, de un modo que escapa a toda previsión; acontecerá mediante un sacrificio único y definitivo, que aunará en sí mismo todo otro para siempre, y que, llevado a cabo, a partir de la amorosa obediencia de Jesús, recogerá en una sola síntesis, todas las razones por las que los hombres desde antiguo construyen altares: Cristo ha venido para ser inmolado, en expiación de los pecados de la humanidad, para ser entregado como ofrenda de intercesión, para la perfecta mediación entre Dios y la humanidad, para la propiciación, para impetrar benevolencia, o bien como acción de gracias por la definitiva alianza de comunión entre el cielo y la tierra.
El Hijo de Dios: Pero el misterio no se queda solo en la identidad de Jesús como el Cordero, hay algo radicalmente inédito que se le revela a Juan, señalándole de paso el verdadero sentido del signo bautismal.
Juan, enviado a bautizar en el Jordán, había entendido este signo como un rito de purificación: ya llega el Señor a hacerse cargo de la historia, hay, por ello que prepararse para su venida: hay que limpiarse de todo pecado, hay que someterse a un baño que purgue de tal modo toda la impureza que se ha adherido a la humanidad a través de su marcha por el tiempo, que sea como pasar de la muerte a la vida, como un renacer a una existencia nueva. Qué mejor signo entonces que esta inmersión violenta en las aguas del Jordán, para ser rescatado de ellas como si se tratara de un nuevo parto.
Sin embargo, cuando Jesús, que se había sometido a esta llamada de Juan, como cualquiera de esos judíos que acudieron presurosos al Jordán, sale del agua, acontece lo insospechado: el rito de purificación del Bautista, queda transformado para siempre: se trata a partir de este momento de un Sacramento de Filiación: En la humanidad de éste que asciende desde las aguas del río, el Padre reconoce al Hijo que ha descendido desde el cielo; y el Espíritu Santo sella este momento con una declaración performática: la forma de Paloma con la que el Espíritu Santo desciende es el signo de la esponsalidad: lo que está ocurriendo es lo anunciado por los profetas: Dios y la humanidad se han unido indisolublemente en Jesucristo, de esto es lo que cantaban Isaías, Oseas y tantos otros, cuando anunciaban el amor de Dios, como el del esposo fiel que asume la vida de la humanidad como esposa Redimida.
Ha acontecido de una vez y para siempre en la historia del pueblo peregrino la irrupción del Señor de la historia.
Este hombre, que emerge de las aguas del Jordán, Jesús, el hijo de María, no es solo un hombre escogido por Dios para la mayor misión de la historia, es el Hijo del Padre eterno, eterno como el Padre, Verdadero Dios y Hombre Verdadero, desde su concepción en las entrañas virginales de María, Dios despojado por amor, que ha decidido vivir la aventura humana, sin límite ni reserva, que ha decidido correr nuestra suerte, para compartirnos la suya, haciéndonos consortes de la vida divina, hasta la eternidad.
Raúl Moris G. Pbro.