DOMINGO DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo 23 de mayo 2021
San Juan nos narra la efusión del Espíritu Santo el mismo día de la resurrección, a diferencia de Lucas que la hace coincidir con una fiesta judía de carácter agrícola que se celebraba cincuenta días después de la pascua. Marcos y Mateo son más sobrios al hablar del Espíritu Santo. San Lucas, en cambio, le dedica sus dos libros. Su evangelio es un tratado sobre el Espíritu Santo en la misión de Jesucristo, causante de una inmensa alegría en quienes se dejan alcanzar por él. Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo(Lc 1, 35) y cumple su misión movido por él: “El Espíritu del Señor está sobre mí…”(Lc 4, 18). En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas, nos habla de la obra del Espíritu en su Iglesia comenzando en Pentecostés.
Para los primeros cristianos, el Espíritu Santo, significó la presencia de Jesús resucitado en medio de ellos. No hay excusa para sentirse huérfanos, desilusionados, para no empezar la misión, Jesucristo está en medio de nosotros. Su presencia espiritual no le pide nada a su presencia física: “ustedes recibirán una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, y de este modo serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”(Hech 1, 7-8). Por el contrario, su presencia espiritual significará la plenitud de la revelación en el corazón de sus discípulos: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les explicará lo que ha de venir”(Jn 16, 13-14). El Espíritu Santo asalta la normalidad de este mundo, su ritmo natural, para santificarlo y llenarlo del sueño de Dios, encarnado en el proyecto de Jesús. Quiere hacer de este mundo una digna morada del hombre, el cual es un ser espiritual, con aspiraciones más allá de este orden de cosas. El Espíritu está constantemente despertando al corazón humano que tiende a dormirse en su visión miope de la vida, “pues el espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil”(Mt 26, 41). Continuamente está avivando la ilusión que Dios se hace sobre él, para liberarlo de la ley del pecado y de la muerte: “han recibido un Espíritu que los hace hijos adoptivos y nos permite clamar: ‘Abba’, es decir, ‘Padre’”(Rom 8, 15). De este modo, es como si viniera a ponerle música, fiesta, color, sabor, vida a la vida, para que no esté tan aburrida. Nos despierta a la vida de hijos de Dios para darnos una familia.
El Espíritu lleva a cabo su obra de santificación, a veces por medio de la crisis, a veces por el de la experiencia de gozo, hace lo que sea necesario para que este mundo no se llene de “momias” y “telarañas”, criterios vacíos, egoístas. “Habló por medio de los profetas…”, denunciando las injusticias de la monarquía de Israel; “condujo a Jesús al desierto, para que el diablo lo pusiera a prueba”(Mt 4, 1); trastocó todo el sistema religioso judíos en la predicación de Jesús en el monte(Mt 5-7); embriagó de un gozo incontenible a la comunidad apostólica, que la impulsa a salir sin complejos a anunciar la buena noticia de la resurrección(Hech 2, 1-11). Prefiere una Iglesia accidentada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro, parafraseando al Papa Francisco. Todo esto lo hace para evitar la profanación de este mundo, de la dignidad del ser humano y de toda su creación. Es el Padre y defensor de los pobres por medio del anuncio del evangelio y la curación de sus heridas(Lc 4, 18).
Hay bastantes signos de que la inocencia de este mundo, que es toda la bondad que Dios ha puesto en él en favor de la vida, está siendo pisoteada por la voracidad del corazón humano: guerras, pobreza, hambre, migración, etc. El profeta Ezequiel tiene una imagen muy elocuente de lo que es un pueblo sin el aliento vital de Dios: “La mano de Yahvé fue sobre mí y, por su espíritu, Yahvé me sacó y me puso en medio de la vega, que estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos”(Ez 37, 1-2). Ya hace tiempo que hay muchos huesos secos entre nosotros, en sentido literal y figurado. Y continuamos organizando la convivencia social de tal modo que se atropellan los derechos a la vida, de la familia, de la dignidad personal, las oportunidades no son iguales para todos. Frente a esto el Espíritu denuncia: “me han abandonado a mí, fuente de agua viva, para construir cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua”(Jr 2, 13).
No descartemos que sea el Espíritu el que está detrás de esta pandemia, invitándonos a corregir el rumbo, porque nos enfilaríamos a un precipicio. Porque, Él, es el más fiel defensor de la vida que Dios ha sembrado en el mundo, es su especialidad: “Señor y dador de vida”. Por su fidelidad hemos sido puestos a salvo en Jesucristo, el cual nos ha amado hasta el extremo(Jn 13, 1). Así es de que si condujo al Hijo de Dios al testimonio supremo de la verdad, ¿qué no hará el Espíritu para salvar este mundo?: “El Espíritu sopla donde quiere, no sabemos de dónde viene ni a dónde va, pero escuchamos sus ruidos”(Jn 3, 8).Pero de cualquier forma que actúe, no dejará de ser la “suave brisa” que como “rocío mañanero” tonifica el aspecto de la tierra(1 Re 19, 12).
El toque de “locura”, de “magia”, de novedad, de alegría, tan indispensable para el corazón del hombre, sólo puede ser colmado por el Espíritu Santo. Es como la belleza para los sentidos, que al mismo tiempo se puede prescindir de ella en el nivel básico de la vida, pero no se puede vivir plenamente sin ella. Sólo Él puede cumplir nuestra expectativa de un nuevo día, una nueva sociedad, un nuevo mundo. Haciéndose cargo de impulsarnos a una nueva vida promueve nuestra dignidad, porque el hombre es lo que es y lo que sueña. El ser humano es un buscador de buenas noticias, vive de la esperanza de salvación. Esto tiene que ver con el ejercicio de la libertad, estar naciendo desde nuestras decisiones más profundas es la aventura más maravillosa: “Para ser libres, nos ha liberado Cristo”.(Gal 5,1). El deseo de cambiar, de encontrar la versión más nueva de nosotros, de sintonizar con el proyecto de Dios, es lo más santo que tenemos. Sólo el Espíritu de Dios sabe lo que nos conviene; “viene en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar”(Rom 8, 26). Hacer santos es la especialidad del Espíritu Santo, su nombre lo dice. La santidad, que opera el Espíritu en nosotros, es un constante movimiento hacia una vida nueva que no es otra cosa que “Cristo amando en nosotros, porque la santidad no es sino la caridad plenamente vivida. Por lo tanto, la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo”(G et E, 21). “Ojala puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu preciosa misión no se malogrará”(G et E, 24).
Lo único nuevo y original es la santidad en cuanto obra del Espíritu en nosotros, fuera de ella todo es viejo, rutinario, cansado, masivo, anónimo. En cada uno se manifiesta el Espíritu de manera específica, con diversidad de dones, pero para el bien común(1 Cor 12, 12-13). Nos ayuda a ser fieles a nosotros mismos, según lo que Dios pensó para cada uno en función de la edificación de la comunidad. Nos libra, así, del individualismo egoísta y de la masificación de la vida. El Espíritu Santo suscita diversidad de carismas para la edificación del Cuerpo de Cristo, todos ellos coordinados por el amor(1Cor 13). “Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él”(G et E, 11).
En Jesús se cumple la profecía de los huesos secos de Ezequiel. Encontró un pueblo encerrado en su religiosidad. Habían domesticado al Espíritu por medio de tradiciones humanas, lo tenías amordazado, atado de pies y manos. Todo su andamiaje religioso semejaba un cadáver muy bien maquillado, sin rastro de molestia o sufrimiento, pero sin aliento de compasión y de justicia. A fuerza de poner al servicio de intereses mezquinos las corrientes espirituales de la fe, se habían secado. Aquello era un gran negocio con piel de oveja, “haciendo ostentación de largos rezos se echaban encima del pobre”(Mc 12, 38). Permitámosle al Espíritu desplegar todo su poder en nuestras vidas, familias, comunidades. Que pueda cantar, bailar, retozar, profetizar, como lo ha hecho en Jesús. Y se renovará la faz de la tierra.