HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo XVII del Tiempo Ordinario
(Lc 11, 1-13)
24 de julio de 2022
Muy en relación con la actitud de escucha de María, que supo escoger la mejor parte, está la oración que es otra manera de reconocer “lo único necesario”. La oración tiene que ver con la imagen y la experiencia que tengamos de Dios. La cuestión de fondo en la oración es si somos creyentes o no y en qué Dios creemos. El problema no es de métodos, técnicas, aunque esto ayude mucho. En el texto que meditamos se puede dudar sobre la petición de los discípulos: ¿qué piden exactamente? ¿una actitud profunda? ¿o una práctica que les dé seguridad? Es probable que anden buscando la identidad de Jesús, y entonces estarían siendo verdaderos discípulos, y no sólo una manera de parecer. Esto porque su petición surge de ver a Jesús en oración. Ellos pertenecían a un pueblo que tenía muchos recursos para la oración –o al menos los rezos-, se inculcaba bastante la oración desde la Escritura, así como desde sus tradiciones. Pero, también, podía ser que buscaran una institución que les diera presencia frente a los demás grupos religiosos. Cada maestro tenía su propuesta sobre el ayuno, la oración y la caridad. Frecuentemente era una manera de afirmarse unos frente a otros. En alguna ocasión los discípulos de Juan dirán a Jesús que por qué ellos y los discípulos de los fariseos sí ayunan mientras los suyos no(Mt 9, 14). Ahora mismos los discípulos de Jesús dejan entrever que quieren algo exterior que los identifique frente a los discípulos de Juan el bautista: “…como Juan enseñó a sus discípulos”.
Si de los discípulos no estamos seguros qué es lo que le piden, de Jesús estamos seguros que les da una enseñanza sobre la oración que tiene que ver con su identidad más profunda de Hijo de Dios. Les habla de Dios como un Padre, de abandonarse totalmente a él, de la fraternidad, de la fidelidad de Dios, del Espíritu Santo. Es como si hubieran tocado las fibras más sensibles del corazón de Jesús, que responde con creces a lo que le habían pedido. Para conocer a Jesús contemplémoslo en oración: “Él ora después de su bautismo; ora después de la eucaristía; en el huerto de los olivos reza de rodillas, con la frente en tierra y lágrimas, repitiendo siempre la misma oración; ora con los brazos extendidos en la cruz; nos enseña que debemos orar en silencio y en secreto; que es necesario orar siempre; que oremos en espíritu y en verdad; que la oración es común es muy eficaz; que debemos orar en nombre de Jesucristo; reprocha a sus apóstoles porque no oran; nos enseña que la oración nos da fuerza contra las tentaciones; que la oración expulsa a los demonios…”(P. Chevrier). La oración es una manera de moldear nuestro corazón a semejanza de Jesús, de hacernos hijos en el Hijo. Jesús invita a sus discípulos a ponerse frente a Dios como lo hace un hijo con su padre, para ir cultivando los sentimientos del Hijo de Dios. La oración es cuestión de identidad y no sólo de unas fórmulas que se dicen, sino que tiene que abonar a la unidad de vida. Frecuentemente se cuestiona la oración de los creyentes porque contrasta mucho con la forma de vivir. Es una expresión de la fe tan sublime que fácilmente puede caer en lo ridículo por exageraciones, pero sobretodo, por incoherencias. Jesús nos enseña que la oración nos puede acarrear la integración más plena de nuestro ser por la acción del Espíritu Santo. La oración, en última instancia, es el Espíritu Santo que nos hace llamar a Dios Padre: “…sino que recibieron el espíritu de hijos adoptivos gracias al cual llamamos a Dios: ´¡Abbá, Padre! Ese mismo Espíritu, junto con el nuestro da testimonio de que somos hijos de Dios”(Rom 8, 15-16).
Al hablar de la oración, Jesús, habla de sí mismo. Si provoca en sus discípulos aquella petición es porque lo contemplan en su ambiente vital donde él se recrea y se lanza a la misión de aquella forma tan elocuente y equilibrada, aunque ellos no sean muy conscientes de esto. De esta manera Jesús evangeliza, porque inculca el amor del Padre con la fuerza del Espíritu Santo. Evangelizar es enseñar a orar, a relacionarse con Dios como Padre. La evangelización es una obra del Espíritu. Nadie puede llamar a Jesús Señor, que nos revela el amor del Padre, sin la acción del Espíritu Santo(1 Cor 12, 3). Jesús comienza su misión, según Lucas, presentándose como el ungido por el Espíritu, que anuncia el evangelio a los pobres, libera a los oprimidos y cura(Lc 4, 18). El proceso catecumenal para recibir los sacramentos de iniciación cristiana contemplan la “entrega de la oración dominical”, después de la mitad del camino, para indicar la finalidad de todo el itinerario evangelizador: iniciarlos a la relación filial con Dios. Toda oración, y en particular el Padre nuestro, es un cultivo de nuestras raíces como hijos de Dios, para que puedan aflorar en nosotros los sentimientos de perdón y solicitud fraterna, como el Padre que nos revela Jesús lo realiza hacia todos sus hijos.
Parece que lo más importante de la enseñanza de Jesús sobre la oración es la revelación de la imagen de Dios como Padre. De ahí que la oración sea simplemente ser o estar en la presencia del Padre tal como somos o, más bien, tratar de encontrar en su mirada aquello que somos. No tenemos que demostrarle nada, de nada sirven nuestras apariencias de autosuficiencia o de falsa humildad, nos conoce más allá de lo que nosotros nos conocemos: “Si ahora tengo un conocimiento imperfecto, entonces conoceré tal como Dios me ha conocido”(1 Cor 13, 12). De nada sirve nuestra palabrería, antes de que le digamos algo, él ya se lo sabe: “Aún no ha llegado una palabra a mi lengua y tú, Señor, ya la has comprendido”(Sal 139, 4). Por eso, también, enseñará Jesús: “Al orar, no hablen demasiado, como los paganos, que piensan que Dios escucha a los que hablan mucho… el Padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan”(Mt 6, 7). Según Mateo, esto lo dice Jesús inmediatamente antes de enseñar el Padre nuestro. Parafraseando lo que san Juan dice sobre el amor(1 Jn 4, 10), podemos decir que la oración consiste no en lo que nosotros le digamos a Dios, sino en lo que él nos “dice” a nosotros, el proyecto que él recrea en nuestro corazón. Por eso Jesús dirá que no oremos para que nos vea la gente, sino el Padre que ve lo secreto(Mt 6, 5). En una oración a la defensiva nosotros estamos al centro y, entonces, no entramos en contacto con el Padre de Jesucristo, no llegaremos a tener los sentimientos del Hijo, por lo tanto no podremos decir: “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. En Mateo, Jesús, denuncia la falta de fraternidad desde el tema del perdón: “pero si no perdonan, tampoco el Padre los perdonará”(Mt 6, 14). La falta de fraternidad desmiente el espíritu de oración, porque oración, ante todo, es ser hijo y Hermano.
San Lucas no insiste en el perdón, pero sí en la fraternidad. Denuncia la falta de sentimientos solidarios de los hombres frente a la espléndida generosidad de Dios: “Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a su hijos…”. Conecta el tema de la oración con la caridad. Podríamos decir que se trata simplemente de una parábola, pero si atendemos al lugar que le da san Lucas a la compasión con los pobres, no podemos negar que la oración es misticismo y compromiso social. El Padre nuestro comienza haciendo referencia a la santidad de Dios. Se alaba y se bendice a Dios, porque eso es lo más justo y honesto que el hombre debe hacer. La finalidad del hombre en el mundo es glorificar a Dios. Ya los filósofos decían que la misión del hombre sobre la tierra es la contemplación, gozarse en la presencia de Dios, porque él es como es. La revelación va por el mismo sentido, pero frente a un dios personal, justo y misericordioso, precisamente como lo revela Jesucristo en este pasaje. La primera lectura supone esta imagen de Dios. Pero, también, es un Padre, que tiene un proyecto de vida integral(reino), que asume lo material(“danos hoy nuestro pan de cada día”) y lo espiritual(“perdona nuestras ofensas”). La oración, como la fe, no es la simple relación con lo trascendente, sino con un Dios que es Padre que está muy comprometido con la salvación de los seres humanos. No es un dios indiferente o enfadado que reclama la humillación de los hombres para sentirse Dios, por el contrario, quiere seguir encarnado su compasión y providencia a través de nosotros. Es un Dios que tiene la “debilidad” de la encarnación, del descenso, de la kenósis.
Tenemos así, que la oración nos asoma a las dimensiones fundamentales de la fe: creación, que se prolonga a través de la providencia divina, filiación, fraternidad, Reino, caridad, justicia, Espíritu Santo. La oración es el primer movimiento de la fe, que nos lleva a ejercitar nuestra dependencia de Dios. La oración tiene que ver más con un ejercicio de nuestro ser que con unas fórmulas o técnicas, supone la fe que recrea la presencia de Dios en nuestro corazón por medio de su Espíritu, constituyéndonos en hijos.