DOMINGO XX ORDINARIO
HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo 15 de Agosto 2021
(Lc 1,39-56)
Celebramos en este domingo la eficacia de la obra de Cristo vencedor de la corrupción del sepulcro, pero ahora en María. Nos dice san Pablo que “así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida…”, cumpliéndose, así, la profecía del génesis: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te herirá en la cabeza, pero tú sólo herirás su talón”(3, 15). La Asunción de María es un homenaje a la obra de Cristo. María es la primera prueba de que el camino trazado por Jesús es verdad y vida: “Porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”(Mt 23, 12). Así como María fue la madre de Jesús porque lo concibió primero en su corazón, -“ella antes de concebirlo en su seno virginal, lo aceptó en su corazón-“(Prefacio de la Virgen María III); de igual modo sube al cielo en cuerpo y alma por haber cumplido las palabras de Jesús: “mi madre y mis hermanos son los que cumplen la palabra de Dios y la ponen en práctica(Lc 8, 21). Si ella, por la gracia de Dios fue preservada de todo pecado, si concibió en su cuerpo al Verbo eterno, lo nutrió y lo cuidó, y estuvo completamente al servicio de la obra redentora de Cristo, entonces debe seguir a Jesús en su asunción a los cielos: “primero Cristo, como primicia; después… los que son de Cristo”(1Cor 15, 23).
Las palabras de Isabel a María: “dichosa tú que has creído…” nos dan la pauta de lo que hoy celebramos. El dogma de la Asunción cumple el anuncio de vida bienaventurada que le desea Isabel y que María misma profetiza: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones…”(Lc 1, 48). La fiesta de este día está en continuidad con el homenaje que ya Dios le había hecho a María, a través del arcángel: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo”(Lc 1, 28) y de Isabel: “Bendita entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”(Lc 1, 42), y que María, inspirada por el Espíritu lo asumirá en el Magnificat. Todo este reconocimiento gira en torno a la maternidad de María, donde ella acepta que se cumpla simplemente la palabra anunciada: “Hágase como has dicho”(Lc 1, 38). De hecho, fue el primer dogma definido en relación a María en el siglo V: Theotokos, María Madre de Dios, que con toda razón celebramos al principio del año litúrgico. De la maternidad derivan todos los demás títulos de María, siempre al servicio de la obra de Dios. Este misterio pone la clave para comprender el lugar de María en la historia de la salvación, ella “con su sí a la Palabra de la Alianza y a su misión, cumple perfectamente la vocación divina de la humanidad…Ella, desde la anunciación hasta Pentecostés, se nos presenta como mujer enteramente disponible a la voluntad de Dios… Su fe obediente plasma cada instante de su existencia según la iniciativa de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la Palabra divina…”(VD, 27). El misterio que hoy celebramos de la Asunción de María, no podrá sino referirse a la “llena de gracia” por Dios(Lc 1, 28), incondicionalmente dócil a la Palabra divina(Lc 1, 38), al grado de engendrarla en el tiempo.
El Magnificat nos da un retrato del corazón de pueblo y de creyente de María. “Se ve cómo María se identifica con la Palabra, entra en ella… alaba al Señor con su misma Palabra… (Este cántico) está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entre con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada”( VD, 28).
De este modo María se nos presenta como modelo de escucha orante de la Palabra y de generosidad en el compromiso misionero. Venerar a María no sólo es rezarle el rosario u ofrecerle peregrinaciones, sino que es, también, conocer las palabras de su hijo y comprometernos con la Iglesia, que es lo más parecido a María en este mundo. María es la morada donde la Palabra de Dios se ha hecho carne(Jn 1, 14): “El cual, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen”(Credo). Así también, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo que sigue encarnando al Verbo eterno por medio de la misión evangelizadora: “…también la Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Así pues, todo lo que le sucedió a María puede sucedernos ahora a cualquiera de nosotros en la escucha de la Palabra y en la celebración de los sacramentos”(LG, 64). San Basilio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo: “si en cuanto a la carne sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a la fe, en cambio, Cristo es el fruto de todos”.
Celebrar la Asunción de María, como lo hacemos hoy, es celebrar a María como modelo de la fe y la misión de la Iglesia. El texto del evangelio que meditamos nos deja ver más el aspecto misionero de María, pero sabemos que no podemos desconectar el misterio de la Visitación del de la Anunciación. La alegría y esperanza que María comparte a la casa de Zacarías es lo que ha recibido en Nazaret. Creo sea válido equiparar la Anunciación con el “creer con el corazón”, al que se refiere san Pablo: “…y creer en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo”(Rom 10, 9). El corazón, ciertamente “indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta lo más íntimo”(PF, 10), sim embargo, al mismo tiempo, es el acto de libertad humana más grande que se da no por el peso de las evidencias o de los argumentos, sino por la confianza y el abandono en el testimonio de otro. Las palabras de María: “¿Cómo será esto, puesto que o conozco varón?”(Lc 1, 34), son el signos de su libertad. El encuentro con Dios no nos aniquila, no pide el suspenso de nuestras capacidades humanas, sino que por el contrario, nos crea como sujetos capaces de diálogo afirmándonos en nuestra identidad. Dios no abusó de María, sino que la constituyó como un tú personal frente a él, por eso ella es capaz de “ofrecer resistencia”. Esa pregunta da razón entre dos libertades. En lugar de restarle mérito al que cuestiona, establece las condiciones para el acto de fe verdadero: tener la capacidad de elegir; después, otro conducirá mi vida, pero porque yo le he abierto la puerta. Tan es así que en muchos no interviene el Señor, porque se topa con la libertad humana. Le restamos mérito a María cuando interpretamos la presencia del ángel, o los dogmas de la Inmaculada o la Asunción, como símbolo de la imposición o determinación de su voluntad por parte de la Voluntad divina; “el que te creó sin ti, no salvará sin ti”, dice san Agustín. Bendita duda de María, que la acerca al corazón titubeante y temeroso del común de los mortales, no obstante su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
Continuando con las palabras de san Pablo: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor…”(Rom 10, 9), creo sea válido relacionarlas, precisamente, con el texto que meditamos de la Visitación. “Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado… La fe, precisamente porque es un acto de libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree”(PF, 10). Saliendo al encuentro de su prima Isabel, María de razón de su experiencia de Dios. En el misterio de la encarnación Dios se nos ha revelado como un amor siempre en salida. No comprendemos por qué Dios, autosuficiente, ha querido compartirse con nosotros, o hacerse sospechoso de necesitar algo nuestro. En la experiencia humana, el rico busca asegurar sus ganancias y no tanto compartirlas, como dice María en el Magnificat. Nadie puede adueñarse de Dios. Su belleza y su verdad realizan el milagro de abrir gozosamente el corazón del hombre: “Sólo gracias a ese encuentro con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad… Allí está el manantial de la acción evangelizadora…”(EG, 8). También en María el amor de Dios se volvió misionero en las montañas.