HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
6 de noviembre 2022
Después del gesto profético de la purificación del templo, que Lucas pone hacia el final de la misión de Jesús, se desata la persecución contra Jesús, por parte de las autoridades judías, para pedirle cuentas de su forma de proceder: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esta autoridad para actuar así?”(Lc 20, 2). Apenas lo han soltado los fariseos, que eran los defensores de la pureza de la doctrina y de las prácticas religiosas, que lo cuestionan sobre el impuesto al César, lo toman por su cuenta los saduceos con su pregunta capciosa sobre la resurrección de los muertos. Estos eran más prácticos en la vivencia de lo religioso. Mientras los fariseos evitaban el contacto con los paganos, los saduceos hacían negocios con quien se les presentaba la oportunidad, para ellos los “negocios son negocios” y lo demás eran escrúpulos. Recordemos cómo Pablo le sacó provecho a la rivalidad que había entre fariseos y saduceos para defenderse en el juicio que le hacía el Consejo de Ancianos: “…me juzgan por creer en la resurrección de los muertos. Al decir él esto, se produjo una discusión entre los fariseos y los saduceos…”(Hech 23, ).
Los saduceos centraban su práctica religiosa en la ley de Moisés. Hacían una interpretación muy reducida de la ley, casi del tipo “a los buenos les va bien y a los malos les va mal”, sin dar oportunidad de cuestionar desde otra dimensión esta filosofía de vida. Les parecía que la creencia en la otra vida era algo inconveniente porque introducía en el mundo criterios, como la compasión, la confianza, la solidaridad, el perdón, que amenazaban el orden más evidente que se imponía desde la experiencia. Vista desde el “juicio de Dios” la historia, siempre cuestiona la justicia humana, precisamente desde los criterios de compasión y fraternidad; esto echa a perder la administración que los hombres llevan de los asuntos políticos y sociales. En estos personajes se acentuaba la interpretación de la ley que descartaba a los enfermos, pobres y pecadores. Todos ellos serían “sobrantes”, “desechables” de los que se podría en un momento prescindir, porque su situación manifiesta el juicio que Dios hace sobre ellos. Aparentemente la Torah no hablaba de resurrección de los muertos. Es por ello que Jesús les argumenta desde el libro del éxodo, que ya Moisés hablaba de un Dios de vivos, porque es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. El pueblo de Israel creía que estos patriarcas de la fe estaban vivos.
En estricto sentido los saduceos no eran religiosos, porque negaban toda la dimensión espiritual del ser humano, para ellos toda la existencia se resolvía en lo que se podía experimentar, medir, manipular; espíritus y realidades celestes estaban descontadas. Como podemos ver se trata de los actuales materialistas, empiristas, algunos fenomenólogos y existencialistas, todos los que niegan una vida más allá de esta. Les iba tan bien en este mundo, se daban todos los lujos producidos por la astucia humana, que alcanzaban a engañarse a sí mismos acerca de los cuestionamientos radicales que surgen del corazón del hombre, como la pregunta acerca del sentido de la vida o de la razón de ser de todo lo que existe. La capacidad de preguntarse sobre sí mismos hace a las personas seres superiores a todas las demás creaturas, y las respuestas a ciertos interrogantes van a requerir de algo más que “comida y bebida”.
El criterio definitivo para los saduceos son las realidades temporales. En lugar de que la tierra sea juzgada por el cielo, sucede lo contrario, el cielo es medido por la tierra. Es tanta la idolatría de la ciudad terrenal, que la defienden hasta con una situación irreal. Para plantear su inconformidad frente a Jesús van contra su principio de no alejarse de la realidad concreta. Le presentan a Jesús un caso increíble, pero con tal de ridiculizar sus enseñanzas, no escatiman en fantasías. Es la historia de muchos que sólo aceptan “lo comprobado científicamente”, terminan haciendo profesiones de fe en terminología demasiado teórica o creyendo en el esoterismo y sus “chamanes”.
En nuestro tiempo, de alguna manera se deja sentir la visión saducea de la vida cuando se pretende encerrar al hombre en este mundo sin mayor horizonte y esperanza que lo que se puede gustar y comprender. Qué bueno que se ha valorado cada vez más la existencia concreta, el cuerpo, el propio espacio, el entorno, el presente, la sensibilidad, tratando que las condiciones de vida sean muy dignas; pero de ahí a privarnos de la “otra” dimensión que se escapa totalmente a la manipulación, al negocio, al capricho, al chantaje, todo lo que tiene una autonomía independientemente de mis intereses y puntos de vista, es algo muy distinto. La visión creyente del ser humano nos enseña que su estatura perfecta sólo la podrá alcanzar yendo más allá de sí mismo, es decir, colmando los anhelos más profundos de su corazón, que tienen que ver con gratuidad, confianza, entrega, gratitud, abandono, junto con organización, estrategias, eficiencia, productividad, etc.
En el cuestionamiento de los saduceos podemos comprender la diferencia entre inmortalidad y resurrección de los muertos. Ellos se movían más en el registro de la inmortalidad del alma, aunque sin aceptarla, por eso no pueden comprender como cabrá en el cielo las relaciones entre hombre y mujer y todas las que se derivan de ellas. Si fuéramos consecuentes con el planteamiento de Jesucristo, tendríamos que reconocer que en el cielo ya no nos reconoceremos desde el amor carnal, sino desde el amor de hijos de Dios, “no nacidos de la sangre ni por deseo y voluntad humana, sino que nacieron de Dios”(Jn 1, 13). Esto significa que todos seremos una familia unida en el amor de Dios.
La inmortalidad está al alcance de la luz racional, y se concibe como una prolongación de la existencia temporal tal vez en una forma más sutil, pero finalmente en continuidad con lo espacio temporal. Mucho del culto a los muertos puede tener de trasfondo la creencia en la inmortalidad del alma y no tanto la fe en la resurrección. En nuestro pueblo están mezcladas ambas creencias. Es difícil saber hasta dónde es una cosa y hasta dónde es otra, pero se puede apreciar en muchas personas que creen que existe un comercio de los difuntos entre la eternidad y la temporalidad: vienen a comer, se presentan en forma de sombras, ruidos extraños o de algún otro objeto o animal, se cree que algunas ánimas andan en pena por ahí. Retener las “cenizas” en casa puede ser signo de no soltar a nuestros muertitos, de que ahí los tenemos con nosotros. Es esta una buena forma de defendernos de la muerte, pero no es suficiente porque, así como nos burlamos de ella, puede ser que desquicie toda nuestra vida.
La creencia en la inmortalidad del alma es la que ha llevado a creer en las reencarnaciones. La referencia siguen siendo las cosas del mundo, por lo tanto regresar a él, a formas superiores de vida, será la recompensa a las virtudes vividas en el anterior ciclo. De este modo se le resta importancia a la dignidad del ser humano, que siempre vive una libertad condicionada por las vidas anteriores. Si de entrada el hombre está fuertemente determinado se ve comprometido en su identidad personal, porque no es un individuo son varios. La dignidad del ser humano depende de su unidad, que no sea relativo a cosas extrañas fuera de él.
La resurrección es otra cosa totalmente distinta. Nos puede ayudar la explicación que hace san Pablo a los Corintios, en el trasfondo de la imagen de trigo que se siembra: “Lo que tú siembras no llega a tener vida si antes no muere. Y lo que siembras es un simple grano,… pero no el cuerpo completo de la planta. Dios, por su parte, es quien otorga cuerpo a la semilla, según le parece bien, y cada semilla la forma que le corresponde… Lo mismo sucede con la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra lo deshonesto y resucita glorioso; se siembra lo débil y resucita lleno de fortaleza; en fin, se siembra un cuerpo material y resucita un cuerpo espiritual…”(1 Cor 16, 36-38. 42- 44). La gran diferencia entre la resurrección y la inmortalidad es que en la primer se entiende la muerte como una conversión radical: dar inicio a una nueva vida. En la inmortalidad se trata más de una continuidad de la anterior forma de vida. Se prefiere tener una vida disminuida a polvo y apariciones, pero que sea la misma de antes a renunciar a lo viejo y abrirme a la novedad radical. En estricto sentido no hay muerte a fondo.
Si la muerte está en función de la vida, como nos lo enseña la fe, lo anterior impone dos estilos de vivir: uno que no se define nunca conforme a la verdad o la bondad, se le dificultará hacer una opción fundamental de vida y, por lo tanto, asumir las identidades que le correspondan. La “cultura líquida” que se va imponiendo cada vez más, dónde no hay puntos de referencia sólidos sino que todo es igual, va condicionando poco a poco la fe verdadera en la resurrección, que nos invita a morir con Cristo y a resucitar con él a cada momento, es decir, a conversiones profundas y radicales(Rom 6, 4—10), a resucitar precisamente.