La carta del Responsable General
Publicada en el mes de julio 2020 en la Revista Internacional
Acabamos de vivir una experiencia inédita de globalización, provocada por el virus “COVID 19”, tan pequeño y sin embargo tan capaz de unir a los pueblos afectados por la pandemia. Lentamente y con dificultado comprendimos que en nuestra “Casa Común” todo está en relación y que el destino de cada uno está unido al destino de los demás. Poco a poco comprendimos que no podıá mos salir de la emergencia sanitaria sin el sentido de responsabilidad de unos hacia los otros. Solo la demagogia y la falta de sabidurıá que algunos responsables polıt́ icos manifestaron han hecho que los pueblos, sobre todo los pobres, hayan sido heridos má s allá de la imaginación por sufrimientos y muertes que habrıá n podido evitarse.
Surgieron muchas preguntas en nosotros y a nuestro alrededor. Los pobres nos preguntan sin cesar: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué ha permitido Dios la pandemia y ahora se esconde sin decir nada? ¿Es un castigo? ¿Deberıá mos pedirle milagros?
Hay otras preguntas. Por ejemplo, podemos preguntarnos si, con este virus, el egoıś mo y el individualismo con los que hemos infectado nuestras relaciones verdaderamente han muerto. Y durante la lucha contra estos males, ¿qué lugar dimos a la solidaridad?
Un fenómeno imprevisto se convierte en el “kairos” de la fe
Mientras que todas las actividades cesaron durante el mes de marzo 2020, era el tiempo de cuaresma para nosotros cató licos. Este confinamiento hizo observar una “cuaresma laica” que nos centró en valores esenciales como la vida, el amor y la solidaridad, y nos obligó a relativizar muchas otras cosas que, hasta el presente, habıá mos percibido como indispensables e intocables.
Nos sentimos unidos unos a otros y dependientes al redescubrir que necesitamos de los demás. Ası,́ nos percibimos vulnerables y, finalmente, “conectados” en el bien como en el mal.
Recibir este tiempo tan rico en cuestionamiento como en oportunidad, como un tiempo nuevo y creativo para recrear relaciones de calidad se volvió nuestro “Kairos”: Dios, que parecıá ausente a la hora difıć il de la prueba, salió a nuestro encuentro y su presencia permitió que la vida se abra a lo imprevisto dejándose moldear por los acontecimientos.
Este tiempo de epidemia de Coronavirus y todo lo que hemos hecho para manejarlo se muestra como un “Kairos” que ha atravesado nuestra vida: nuestras relaciones humanas, nuestra manera de manipular el dinero y de inscribirnos en la sociedad, nuestra relación con la creación para entregarla a nuevas generaciones como un tesoro precioso que hay que conservar y compartir.
Las naciones y los lıd́ eres que las gobiernan pudieron descubrirse vulnerables y dependientes unos de otros. ¿Esta experiencia permitirá hacer reflexionar y alentar un nuevo estilo de relaciones entre los pueblos? Incluso si no tenemos respuestas, podemos conservar esta preocupación como una oportunidad que desarrollar.
Como sacerdotes y hermanos consagrados, percibimos profundamente que este “Kairos” nos llama a vivir relaciones renovadas, a trabajar en este mundo para labrar nuevos caminos y preparar a la humanidad-esposa a vivir el encuentro con Cristo, su Esposo.
El drama de nuestra humanidad afectada por la pandemia nos hizo acercarnos al sufrimiento y a la muerte a todos niveles. En este contexto oscuro, como un cielo tormentoso, nos vimos tocados por resplandores luminosos, gestos de amor heroicos que nos sorprendieron y nos mostraron la fuerza de la fe que, como una luz, supo traducirse en obras de amor y de vida.
Sin embargo, las obras que realizamos, ¿son verdadero signo de nuestra fe?
Esta reflexió n es necesaria para nosotros cristianos y consagrados, que estamos llamados a vivir en este tiempo en el que la fe no tiene peso para la mayorıá de nuestros contemporáneos.
El evangelio de Juan nos relata que la tensió n entre judıó s y cristianos se inscribıá exactamente en la relació n entre las obras realizadas por Jesú s y su pretensió n de realizarlas en nombre de Dios. Sus obras se convertıá n entonces en la revelació n de su identidad (10,31-39). Jesú s reprocha a los judıó s no saber reconocer en sus obras las que el “Hijo de Dios” realizaba en nombre de su Padre. Las obras no prueban nada; pero son signo de que las palabras de Jesú s tienen fundamento.
¿Y qué revelan nuestras obras?
El Padre Chevrier nos alienta a poner como fundamento de nuestra acción y también de nuestro discurso una acció n o palabra de Jesú s. Para é l es la norma de un estilo de vida que le viene de su apego a Cristo. Su contemplació n de Cristo en relació n con su Padre lo conduce a su vez a buscar llevar a cabo la verdadera obra, a unirse a Cristo para actuar como EN l lo harıá .
El pasado marzo, la noticia que rebasó la frontera italiana fue el gesto heroico de un sacerdote, el Padre Joseph Berardelli. EN l era un sacerdote de la dió cesis de Bergamo, hospitalizado a causa del Coronavirus. Al encontrarse en la necesidad de ser puesto bajo respiració n artificial (por regalo de sus parroquianos), renunció a ese respirador para permitir a un enfermo más joven que lo utilizara. Este sacerdote murió a los 72 años mientras que el joven se salvó.
Podemos ver en este gesto una obra que se acerca y tiene relació n con las obras del Hijo de Dios: nos salvó a través del don de su vida. ¿Se le considerarıá , debido a su gesto, como un nuevo Padre Kolbe? Todo es posible y parecerıá que su fe supo madurar en él el fruto del amor para vivirla a la manera de Jesucristo, que dio su vida fiel a su identidad de Hijo de Dios y, por consecuencia, para salvarnos.
Es verdad que la humanidad de Jesús fue un obstáculo para algunos de sus contemporá neos para reconocer a Dios en sus obras. Sin embargo, por su humanidad es posible abrirse a Dios. Vivir lo que somos, arraigarnos en nuestra humanidad significa abrirnos a la presencia de Dios. Dios está ahı,́ presente en el otro, y espera nuestras obras, nuestros gestos de amor y de servicio. Al mismo tiempo, abrirse a lo humano, a lo que vive la humanidad, nos hace volvernos “expertos en humanidad” (GS 1). En efecto, por la fe, estamos en comunión con la Obra de Dios y como se nos da a Cristo, el Padre obra. Es por ello que, si los gestos de servicio nos acercan a los demás, a los que sufren, se convierten en “buena noticia” del evangelio del Amor, del amor de Dios por la humanidad de hoy.
El sufrimiento, ¿es pedagogía de Dios?
Un hombre que sanó de la enfermedad atestigua: “La curació n es una experiencia de gracia porque otros lucharon contigo y por ti. Nada será ya como antes. Mientras sanas, sabes que la muerte te alcanzará siempre, aunque no sepamos ni cómo ni cuándo” (Maurice Chiodi, Avvenire 27 de marzo 2020).
La experiencia de la enfermedad es una experiencia de pasión y de muerte. No son solo los enfermos quienes vivieron esto, sino todos, al ser potencialmente vıć timas del virus. Todos fuimos solidarios en el riesgo de caer enfermos y de morir, todos solidarios en el misterio de la muerte que la fe nos revela como el lugar en el que se esconde un sentido de la vida por descubrir y por vivir.
Vivir una prueba purifica y refuerza la fe pues permite experimentar el paso vivido por otros creyentes. Se trata de creer y de tener confianza en Dios Padre-Madre, creador, que no castiga, sino que es bueno y misericordioso. EN l es el Emmanuel siempre con nosotros. Creamos en Jesú s de Nazareth que viene a darnos la vida en abundancia y que es compasivo hacia quienes sufren; creamos y confiemos en el Espıŕ itu de vida, Señ or, dador de vida.
Esta fe que no podemos conquistar es un don del Espıŕ itu del Señ or que nos alcanza por la Palabra de Dios escuchada en una comunidad cristiana.
Todo esto no impide que, como Job, nos quejemos y discutamos con Dios al ver tanto sufrimiento. No impide que, como Qohélet, comprobemos la brevedad, la ligereza y la vanidad de la vida.
¿Podemos todavıá pedir milagros a un Dios que respeta la creación y nuestra libertad, que nos pide colaborar en la realizació n de este mundo limitado y finito?
Ante el problema del mal y del sufrimiento, Jesús, por sus llagas de crucificado- resucitado, nos abre el horizonte nuevo de su pasió n y resurrecció n. Al identificarse con los pobres y con quienes sufren, Jesús ilumina nuestra vida. Por el don del Espıŕ itu, nos fortalece y nos consuela al centro mismo de nuestros momentos de sufrimiento o de pasión.
Cristo, nuestra piedra angular
Para nosotros pradosianos, es urgente mirar a Jesú s.
Si vivimos en profunda comunió n con é l, descubrimos la fuerza inusitada de la vida que nos habita. Esta vida va a producir en nosotros sentimientos, deseos y acciones semejantes a los sentimientos, deseos y acciones de Jesucristo.
El riesgo está en ponernos en el lugar del Espıŕ itu. Muchas veces, no sabemos ya qué pedir a Dios para el bien de la humanidad, de los pobres, de las Comunidades que nos son confiadas, de los pobres que golpean y conmocionan nuestra vida nuestra acció n pastoral. El Emmanuel nos recuerda que: “Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Hombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré” (Jn 14, 14).
¿Qué hay que pedir a Jesús?
Hay que pedirle lo que le permite glorificar a su Padre. Entonces, le pedimos que nos introduzca en la inteligencia de las escrituras, como lo hizo con los discıṕ ulos de Emaú s (Lc 24,45; Jn 7,15).
Recibir el don de la inteligencia (es decir, segú n la etimologıá latina de la palabra, la “intus lé gere”, “leer dentro” de los acontecimientos, de las personas, etc.) es necesario para no quedarnos en la superficie, en el exterior de lo que acontece. El don de la inteligencia-sabidurıá es necesario en este tiempo de cambios a los que la pandemia nos obliga. ¿Qué inteligencia tenemos de este momento histó rico? Tener la inteligencia de Dios se vuelve urgente para no decir tonterıá s y correr el riesgo de perder autoridad ante el pueblo de Dios.
Como hombres, como Jesú s mismo, nuestra inclinació n podrıá hacernos tomar distancia respecto al momento presente. Pero esto significarıá sustraernos de la realidad de la vida, de nuestra historia. Ahora bien, esto no es posible. No nos queda más que confiar en el Padre siguiendo el ejemplo de Jesús que, en el Monte de los
Olivos, oró diciendo: «Padre, si quieres, aleja de mı́ este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).
Jesús renuncia a dominar los acontecimientos. Los vive llevando el peso de la
debilidad de su carne. Se deja guiar por los acontecimientos y tiene confianza en su
Padre. Lo que le sucede no podrá nunca alejarlo de la confianza, del amor de su
Padre. Durante toda su vida, construyó su existencia sobre la Roca de este amor (1 Fi 2,21).
Ciertamente, la confianza no es fácil. Pasa por la obediencia del Hijo de Dios que aprendió la obediencia por el sufrimiento (Hb 5,8). Obedecer significa morir al propio espıŕ itu. Obedecer significa también pasar por el silencio de Dios, el verdadero drama de la Pasión. El Hijo de Dios, que siendo el Enviado es el Verbo que se hizo carne (Jn 1,14) percibió en su espıŕ itu la distancia y el silencio de Dios. En efecto, su grito nos sorprende a todos: “Dios mıó , Dios mıó , ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Sentirse solo, en una vıá sin salida; vivir lo que sucede sin posibilidad de elegir alternativas, debió ser una experiencia terrible de negación de sı́ mismo. La dignidad herida, la persona despreciada y rechazada, la vida aplastada. ¿En quién confiar?
En esta pandemia, nos encontramos frente a un fenómeno totalmente imprevisto. Pero ¿cuántas veces nos suceden cosas ante cuya fuerza mortıf́ era no podemos hacer nada? Nuestro espıŕ itu y el del pueblo fueron conmocionados. En medio de los acontecimientos que nos sacuden como un terremoto, no nos queda más que vivir a la manera del centurió n al pie de la cruz de Jesú s.
Vivir con y compartir las condiciones de vida de la gente herida y golpeada por estos acontecimientos dolorosos es para nosotros el ú nico signo de nuestra caridad pastoral. Por la fe llevamos en nosotros el sufrimiento de la humanidad y hacemos que suba a Dios el grito de un llamado a ser salvados, a la manera del grito del Hijo amado en la cruz. Nuestra presencia silenciosa, compasiva, receptora de todos estos cuestionamientos, nos hace descubrir una manera muy concreta de convertirnos en pastores según el corazó n de Dios (Jr 3,15 20,9; 24,7; 31,33. Baruch 2,31).
Se trata de pedir la inteligencia de ver lo que está ahı́ ya presente y, sin embargo, permanece oculto. He ahı́ el don que hay que pedir a Jesú s si queremos participar en la Misió n del Verbo que se hizo carne.
Arraigados en la historia…
El misterio de la encarnació n es el camino del Amor de Dios en la historia del hombre. Este don de la salvació n es un don que es parte de nuestra historia, se
concretiza en el tiempo y se ofrece al hombre de un tiempo preciso.
El dıá de hoy, claramente aparece que debemos aprender la verdad de las cosas a partir de lo que sucede en la historia. El Pala Francisco nos sorprendió de nuevo al alertarnos sobre lo peor que podemos vivir luego de la pandemia. Serıá no aprender de ella ninguna lecció n. Lo peor serıá no explotar como un tesoro lo que ha sucedido. Dicho de otro modo, es el riesgo de pensar vivir bien en un mundo que está enfermo.
¿Cómo nos ayuda la realidad que vivimos en nuestros paıś es a caminar en una comprensió n de la historia de la salvació n? ¿Có mo hacer que crezca la fe contemplando a Dios que se acerca a través de los acontecimientos que vivimos? ¿Có mo reconocer su presencia en sus llamados?
En el Consejo General, acabamos de escribir la programación para los próximos años. Tenemos conciencia de que la propuesta de un itinerario muy preciso sigue siendo siempre parcial en sı.́ En efecto, lo que dará valor no viene del contenido escrito sobre un papel, sino que vendrá de quienes recibiremos este texto y haremos el esfuerzo de implantarlo en la realidad que nos rodea.
Entonces, podemos pensar que el tema de los pobres no será resuelto pensando solamente en una categorıá de personas, sino más bien pensando -por una parte- en actitudes y comportamientos, signos
de la pobreza de la humanidad y, por otra, en que su verdadera raıź se encuentra en el cambio de un sistema. Compartir la condición de pobreza con todo el mundo nos hace comprender que ésta es la carne que el Hijo del Hombre asumió y amó (Jn 6). En cada eucaristıá , podrıá mos entonces recibirla como un don que desciende del cielo y que está también en la tierra.
El anuncio de la Buena Noticia a los pobres de quienes estamos encargados por vocación deberá igualmente llevar esta luz a la cultura, a las estructuras sociales, econó micas y polıt́ icas en las que vivimos. Para hablar al hombre de hoy, tenemos la responsabilidad de correr el velo al pecado denunciándolo y comenzando procesos de renovación que están al centro del Evangelio.
Vivir nuestro carisma y sembrarlo a nuestro alrededor requerirá de nosotros la humildad para recibirnos entre nosotros, a partir de lo que nos une. En efecto, somos Hijos de Dios y, como tales, hermanos. Nuestra historia está marcada por las diferencias. El futuro requiere que nos abramos unos a otros para recibir el don que Dios quiere hacernos de su amor. Amar al otro significa ayudarlo a encargarse de algunas responsabilidades para el bien común.
Finalmente, nuestra consagración secular, y el hecho de que la mayorıá de nosotros estamos en el ministerio ordenado, tiene el sentido de un verdadero servicio a la
humanidad para acompañarla y ayudarla a salir de los problemas que la destruyen y caminar, solidarios, hacia el mundo nuevo que nace en medio de dolores de parto (Rm 8,22).
Y pongamos atención a no dejar de lado la alegrıá de dar a nuestros hermanos la belleza del conocimiento de Jesucristo. Qué alegrıá participar en la misión del Enviado: “Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos” (Jn 17,26).
La formación permanente es nuestra verdadera lucha
Quiero terminar esta carta alentándonos todos a ponernos en camino a través de ejemplos muy concretos. Quiero creer que la formación que recibiremos por esta programación general será un proceso que hay que elegir y vivir a todos los niveles. Imagino este proceso como un camino de liberación. Es un camino que pasará por el desierto y, entonces, por pruebas de purificación de la fe. En efecto, se trata de abandonar el recuerdo de los ıd́ olos, como fue el caso del pueblo de Israel, y orientarse hacia Dios para adorarlo de todo corazón y servirlo uniéndonos a ENl por el don de la Alianza.
Humanamente estamos en busca de lo que nos da tranquilidad y nos permite vivir. Nuestra vida es frágil y llevamos “un tesoro en vasijas de arcilla” (Is 43,4; 64,7; 2Co 4,7).Lafragilidadesunlıḿitequesevuelveunaoportunidad,puessomosvaliososa los ojos de Dios (Mt 26,7; Jn 12,3).
Trato de traducir mediante ejemplos lo que quiere decir llevar este tesoro en nuestra frágil condición, incluso mortal. Se trata de mantener la confianza en el Dios de amor y de vida que nos ama y nos hace vivir. Pasando por esto nos volvemos solidarios con los pobres y recibimos la buena noticia del evangelio que hay que anunciar como una buena semilla que se lanza por todas partes (Mt 13,3-9).
- Pasar de la muerte a la vida es un proceso continuo de nuestra vida. Desde nuestro nacimiento hemos aprendido a morir a un estado de vida para entrar en otro que lo reemplaza.
- Morir a nosotros mismos para dejar lugar al otro. La existencia tiene su centro fuera de sı́ misma. La vida es vida y se expande cuando vivimos por el otro. La fraternidad tiene su precio pues es el lugar por el que hay que pasar para vivir.
- Morir a nuestro espıŕ itu para dejar lugar al Espıŕ itu de Dios. Volvernos otro Jesucristo no es un esfuerzo de la voluntad sino el fruto del trabajo del Espıŕ itu que forma en nosotros al Verbo divino.
- Morir a una visión de la vida bien definida para dejar lugar a una nueva misión confiada. Servir ahı́ donde se nos envıá conduce al amor totalmente gratuito. Una desposesión de sı́ para madurar un amor casto capaz de no poseer a los demás.
- Morir a loas protecciones materiales, sociales, culturales… La pobreza material abre a la verdad de todo compromiso para volvernos siervos inútiles.
- Morir a una vida rodeada de gente que se porta bien para aprender a ver a los pobres para frecuentarlos y vivir la misión de una iglesia que va hacia afuera.
- Morir a una vida sumergida en el activismo para afirmarse a sı́ mismo o para seguir un modelo de sacerdocio y de iglesia para aprender a discernir y actuar proféticamente en la historia, conlleva un trabajo en el silencio.
- Morir a una fe superficial (vivida a nivel de las emociones) donde todo es bendecido y recibido como presencia de Dios, requiere de nosotros aprender a escuchar el silencio de Dios y a seguir paso a paso el Hijo de Dios en quien yo soy hijo de Dios.
- Morir al atractivo de siempre buscar la condición de vida menos dolorosa, para abrirnos a saborear el vivir el misterio de la Encarnació n permaneciendo solidarios con la comunidad a la que somos enviados.
- Pasar de una idea de Dios, fruto de una experiencia del pasado, a un descubrimiento de Dios en la escucha y la adoración el dıá de hoy. Esto nos requiere abrirnos cada dıá a la novedad de Dios que se da en la historia (“Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: «No endurezcan su corazón…” Salmo 95,7-8).
- Ir más allá de mi cultura que me moldea desde la infancia requiere humildad de mi parte. Estimar al otro más que a mı́ mismo para aprender del otro su manera de conocer, de amar, de creer. Salir de mi entorno para dejarme sorprender por el trabajo del Espıŕ itu en los demás.
- Salir de la mediocridad espiritual para crecer en santidad. Salir del activismo pastoral del funcionario y consagrarse a trabajar para llamar a los demás a convertirse en santosTodos estos tipos de pasajes existenciales, con frecuencia acompañados de pruebas, no deben rehuirse si dejamos actuar a Dios para permitirle realizar su obra en nosotros. Las pruebas son circunstancias difıć iles que pueden lastimarnos pero que nos hacen volvernos mejores de lo que é ramos. Podemos tratar de llevar con orgullo nuestras cicatrices sin vergüenza, pues esto forma parte de nuestra historia. Es una historia parecida a la del grano de trigo que, una vez en tierra, oculto bajo la tierra, entra en la muerte para surgir en una nueva condición: un fruto nuevo, el fruto que se obtiene de la savia del amor de Dios. Dios da sentido a cada prueba y puede utilizar nuestras heridas para transformarnos y hacernos entrar en nuestra verdadera identidad. Es la belleza de su obra. “Vivifıć ame, Señ or, por tu amor” (Salmo 119, 159).
Armando Pasqualotto.