– Autobiografía –
MATEO, DISCÍPULO MISIONERO DE JESUCRISTO
Para que nuestras comunidades conozcan más al evangelista San Mateo
24 de septiembre, 2023
P. Emilio Zaragoza Lara
Diócesis de Tula
Soy Mateo, mi nombre quiere decir Don o Regalo de Dios. Mi nombre suena parecido a “Mathetes” que en lengua griega quiere decir “Discípulo”, es decir, aprendiz. Les escribo a ustedes, discípulos del Señor Jesús en el siglo XXI. Mi deseo es que ustedes también conozcan al Señor Jesús, lo amen y lo sigan, de tal modo que, viviendo a su lado se enamoren de Jesús y del Reino de los Cielos.
Jesús pasó un día frente a mi despacho de cobrador de impuestos. Me vio fijamente, sus ojos se clavaron en los míos con vigor y ternura a la vez, no los pude esquivar; su mirada me cautivó de inmediato. Simplemente me dijo: “Sígueme” (9,9). No lo pensé, me sentí profundamente atraído por Él y en ese momento decidí seguirlo de inmediato. Tenía que despedirme de mis compañeros de trabajo, llamados publicanos, yo era uno de ellos. Invité a Jesús y a sus discípulos a la comida de despedida, que fue al mismo tiempo una comida de entrada al grupo de sus discípulos. Jesús fue criticado por los fariseos por haber ido a comer conmigo y mis amigos, que eran pecadores como yo; pero Jesús se sentía a gusto con nosotros porque él no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. (9,9-13)
Yo tenía ganas de gritar a los cuatro vientos por tanta alegría de haber sido llamado. Mi corazón quería explotar de gozo. Seguí al Señor Jesús. Caminé con él de pueblo en pueblo, de caserío en caserío. Nos envió a hacer pequeños ensayos de Misión, dándonos instrucciones muy precisas, comunicándonos el mismo poder que él tenía para llevar la Buena Noticia, para sanar, para expulsar demonios, para consolar. Nos recomendó mucho llevar la paz a las casas y a los pueblos. Nos pidió que la diéramos incluso con el peligro de ser rechazados (10,5-15) Después que murió y resucitó, Jesús nos envió a hacer discípulos a todas las naciones, a llevar la Buena Nueva ya no sólo a nuestros paisanos de Galilea y de Judea, sino a todo el mundo (cf. 28,16-20). Yo fui enviado a Siria y allí evangelicé.
Me dirigí a Antioquía de Orontes en la provincia romana de Siria. Allí fundé la Comunidad Cristiana como Jesús nos indicó. Antioquía de Orontes era la tercera ciudad más grande del Imperio romano después de Roma y Alejandría. Era una ciudad muy bien trazada; estaba atravesada por una gran Avenida de lado a lado. Allí las personas con mayor riqueza y mejor posición social recibían un trato mejor que la gente del pueblo pobre y sin cargos. La honra, la “justicia” y el dinero funcionaban a favor de los pudientes y en perjuicio de los pobres.
Para ese tiempo esta ciudad era grande, aunque pequeña en comparación de las ciudades modernas que existen hoy, como la ciudad de México, Monterrey o Guadalajara. Antioquia de Siria tenía arriba de 150 mil habitantes que vivían muy apretados. La ciudad estaba llena de edificios y espacios públicos: calles, mercados, gimnasios, baños, templos y monumentos. Para viviendas quedaba muy poco espacio, pues tenían que vivir unas 507 personas por hectárea.
Había una minoría selecta, o elite, quizá entre un 5 o 10 por ciento de todos los habitantes, que controlaban la vida de la ciudad en su propio beneficio. Esta minoría tenía el poder económico y político. Había en la ciudad un gobernador, representante del emperador que se encargaba de controlar la recaudación de impuestos para el imperio y el mantenimiento del orden público. La minoría privilegiada estaba a las órdenes del gobernador, pues le convenía para conservar su riqueza y su poder, que aumentaban participando de los impuestos y de intereses por préstamos que hacían, o bien, de los bienes que se adjudicaban cuando quien pedía prestado no podía pagar. Esta minoría privilegiada estaba sostenida por los sacerdotes y sacerdotisas de los templos paganos, cargo que ocupaban en premio a favores que habían hecho a esa minoría.
En torno y debajo de la elite vivían los no pertenecientes a esa clase privilegiada, es decir, la mayor parte de la población antioquena. Unos eran los pequeños comerciantes, artesanos pobres y obreros. Ellos aportaban los medios que sostenían la riqueza y el poder de la elite privilegiada.
Todavía más abajo, el nivel más bajo de la sociedad, lo componía el numeroso grupo de los marginales involuntarios. Con frecuencia forzados por las fuerzas socioeconómicas y políticas fuera de su control. Los miembros de estos niveles sociales inferiores eran los no integrados y los prescindibles, que no valían a los ojos de la sociedad. Estos hacían algún trabajo esporádico y despreciado. Este grupo estaba formado por peones, indigentes, algunos esclavos, mendigos, mujeres sin apoyo familiar, enfermos e incapacitados físicos, delincuentes y prostitutas. Fuera de la ciudad estaban los campesinos, siempre agobiados por los impuestos y luchando por una vida a veces de mera subsistencia. Algunos eran propietarios de las tierras cultivables, de extensión diversa, mientras que otros eran arrendatarios jornaleros y esclavos. Para la mayoría de éstos la posibilidad de ser más y de tener más era algo impensable. Luchaban simplemente por subsistir.
Además de la pobreza que sufría este numeroso grupo marginal, su situación empeoraba, pues era víctima de la hostilidad de los de arriba. Las grandes se burlaban de los pequeños artesanos y los individuos sin domicilio ni trabajo fijo, de los desprovistos de bienes en el ámbito rural, los campesinos pobres, los esclavos, los niños y las mujeres. Burlarse de los pobres era una costumbre común de los ricos, cosa que hasta filósofos y poetas paganos condenaban como algo horrendo. Algunos ricos para tener prestigio y honra ayudaban a algunos pobres; pero el sentido general de los ricos era que los pobres eran merecedores de su pobreza.
Las relaciones sociales se complicaban todavía más por la ideología imperante de la honra y la deshonra, que dependía en parte del origen; en cuanto a antepasados y lugar de nacimiento. Dependía también de la clase social, de la riqueza y cargo o poder político. También eran importantes la lengua y el acento con el que se expresaban, la libertad (no ser esclavo), la educación, la ocupación, el género (predominaba el machismo), la etnia y la edad.
Así estaba la sociedad donde fundé la Comunidad Cristiana, que estaba formada por personas pertenecientes a los distintos sectores sociales y económicos que había en Antioquia de Siria. Había gente de la elite privilegiada y había pobres; sin embargo, no estaban allí ni los más poderosos social y políticamente ni los más desvalidos. El número de los discípulos que formaba la Comunidad cristiana apenas llegaba a unas 48 personas, que nos reuníamos en la sala de un discípulo rico de la ciudad, pues los cuartos de los pobres eran muy pequeños. Teníamos que platicar sobre Jesús el Mesías con cierta discreción, ya que por un lado estaban los paganos que adoraban a los dioses del imperio romano; y por otro los judíos que rechazaban contundentemente a Jesús y su Evangelio. Por eso necesitábamos reunirnos entre cuatro paredes. Cabe aclarar que los discípulos de la Comunidad eran, unos de origen judío, y otros de origen pagano gentil.
Ante este modo de vivir, la Buena Nueva que yo les platicaba era la invitación de Jesús a vivir como una sociedad o familia alternativa y marginal, distinta a la que reinaba en esa ciudad, al margen de lo que se vivía de ordinario en la gran ciudad. Una sociedad o familia en que todos estuviéramos al mismo nivel, ninguno arriba, ninguno abajo. Una Comunidad en que todos nos hiciéramos pequeños, servidores y esclavos unos de otros. Les platicaba que en una ocasión sus discípulos nos acercamos a Jesús y le preguntamos “¿Quién es el mayor en el Reino de los Cielos?”. Él llamó a un niño, le puso en medio nosotros y dijo: “Yo les aseguro; si no cambian ustedes y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos.” “Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que sirva de tropiezo a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar.” (18,1-7)
El mismo Jesús nos dio ejemplo, él no se presentó con prestigio ni lo buscó. No se avergonzó de tener en sus antepasados a gente despreciable como pecadores y extranjeros, como Judá que engendró a Peres y Zéraj de su nuera Tamar (Gn 38 y Mt 1,3); y mujeres como Rajab que era extranjera y prostituta (Josué 2,1-13 y 6,17; Mt 1,5), y como Rut (Libro de Rut y Mt 1,5)) que, aunque buena, era extranjera. No se avergonzó de nacer de padres pobres y ser perseguido a muerte desde niño y tener que emigrar. (cf. 1,16.18-25; 2,13-15).
Aunque eran pocos los miembros de la Comunidad cristiana de Antioquía, era difícil que quisieran vivir como aprendices de Jesús, pues el ambiente de poder los arrastraba a vivir como los poderosos de la ciudad. Con frecuencia actuaban como habíamos actuado los discípulos que acompañábamos a Jesús en Israel: no queríamos que estuvieran cerca los “niños”, es decir, los más desvalidos, los indigentes, los que no valían nada en la sociedad. Los pobres les eran incómodos. Entonces les conté cómo Jesús había dicho: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos.” y les impuso las manos y oró sobre ellos. (19,13-15). Yo les recalcaba mucho lo que Jesús nos recalcaba a nosotros: Que la riqueza era más bien un estorbo para ser verdaderos discípulos de Jesús, pues lleva por un lado a buscar la posición social, el poder y la influencia; y por otro a burlarse de los pobres, a despreciarlos y más aún a explotarlos. Les platicaba que un hombre rico, que quería ser perfecto, que quería ser su discípulo, que quería imitar a Dios en un amor sin fronteras, se acercó a Jesús y le preguntó por el camino de la vida eterna, cómo ser perfecto. Jesús le respondió enfáticamente y sin rodeos: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego sígueme”. (19,21) El hombre, que era un cumplidor de los mandamientos, estaba aferrado a sus bienes, estaba esclavizado por ellos, por eso se fue entristecido, pues tenía muchos bienes que no quiso soltar, de los que no se quiso liberar. Entonces Jesús nos dijo: “Yo les aseguro que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos. Les repito, es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos.” (19,23s).
Les enseñé que en Jesús se cumplió la profecía de Zacarías que anunció un rey humilde, justo y pacífico, es decir, que anduvo siempre en la verdad, dio a cada uno lo que necesitaba y que nunca se rindió a la “lógica” de la violencia, sino que fue manso, suave y dulce (Zac 9,9-10). Les enseñé que Él propuso una Comunidad de hermanos y hermanas que se comprometiera a vivir una sociedad y familia alternativa donde todos tomaran el “suave yugo” de la vida comunitaria y la “ligera carga” del Evangelio (11,25-30).
Por eso la Comunidad Cristiana que fundé era muy pequeña, porque muy pocos tenían el valor de entrar en el Reino de los Cielos, es decir, muy pocos tenían el valor de seguir a Jesús, como verdaderos discípulos, como aprendices suyos; pocos tenían el valor de amar a todos sin fronteras y darlo todo como Jesús, que dio su vida en la cruz. Sin embargo, Jesús resucitado nos seguía invitando a los pocos que nos reuníamos en esa sala a ir a otros para hacerlos discípulos y bautizarlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y a enseñarles a vivir como Jesús vivió, con la certeza de que Jesús estará con nosotros hasta el fin del mundo. (28,16-20).
El Evangelio que está en primer lugar dentro del canon de los libros del Nuevo Testamento, lleva mi nombre, se le conoce como “Evangelio según San Mateo”.
Deseo que ustedes, que viven ahora en el siglo veintiuno, dos mil años después de que el Maestro, mi Señor Jesús, fundó la primera comunidad de discípulos, ustedes, los discípulos del Maestro hoy, tomen muy en serio a Jesús y realicen su gran sueño: ser la Comunidad y Familia de hermanos auténticos, donde nadie se sienta superior a nadie, donde todos sean servidores y esclavos unos de otros, donde todos tomen con gusto el suave yugo y carguen la ligera carga de Jesús. Una Comunidad de discípulos que tenga un gran dinamismo misionero para evangelizar a los de su propio pueblo y un día salgan a otros lugares de México y del mundo. Que hagan posibles parroquias discípulas y misioneras, y así su Diócesis sea una Iglesia discípula, siempre a la escucha del Maestro; una Diócesis Misionera que lleve la Buena Nueva, la Paz y la Salvación a tanta gente que tiene hambre y sed de encontrar el tesoro escondido y la perla de gran valor (13,44-45), que es Jesús mismo, que es su Evangelio, que es el Reino de los cielos.
Bibliografía:
Warren Carter. Mateo y los márgenes. Una lectura sociopolítica y religiosa. Editorial: Verbo divino, 2007.