HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
3er Domingo de Adviento
11 de diciembre 2022
En este domingo somos invitados a entrar en la alegría de los profetas por la llegada del Mesías. Jesucristo inscribe, hoy, al Bautista en la tradición profética y lo proclama el más grande de todos ellos. Sabemos que al hacer esto llama, también, la atención sobre sí como “el que ha de venir”, que es lo que está en cuestión. Este pasaje parece un homenaje a Juan, pero en realidad es una auto revelación de Jesús. Lo dice abiertamente, al presentar a Juan como Elías(Mt 11, 14), que según la tradición profética debía volver a preparar el camino al Mesías. Es por eso que la gente esperaba a Elías: “¿Eres tú, acaso, Elías?, preguntaban a Juan(Jn 1, 21). En el evangelio de Juan, el Bautista, niega ser el Mesías, Elías o el profeta que debía de venir, con la finalidad de resaltar la precedencia de Jesús. La Navidad como el cumplimiento de los anhelos más profundos del corazón humano reclaman el ejercicio de saber reconocer los signos de la presencia de Dios: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan…”(Mt 11, 5). La verdadera alegría nos lleva por un camino de renovación de la vida y de las estructuras, no se queda en la emoción pasajera.
La navidad como culmen de toda esperanza debe enfrentar la indigencia radical de todo ser humano, su soledad existencial. Ser consciente de esto no es pesimismo, sino experiencia de un llamado a “ser como dioses” y lejos de lograrlo. Sólo el amor de Dios puede colmar el abismo inmenso que hay entre nuestra humilde condición y la vocación divina. Somos mendigos del amor de Dios por naturaleza. Por ello, la esperanza está muy enraizada en el fondo de nuestro ser. Pero a la condición normal de la existencia debemos añadir el misterio del mal que roba posibilidades de vida plena a cada persona. A la de por sí limitada existencia, el hombre contribuye con su egoísmo a hacer de este mundo un lugar precario y hasta peligroso para vivir y ser felices. Esto intensifica el deseo de paz y, por lo tanto la esperanza. Dentro de ella se recrea el proyecto original de Dios para nosotros, es algo muy serio, está en juego lo que somos y nuestra misión en la tierra. La esperanza no debe ser utilizada como un juego, para simplemente divertirnos o poner adrenalina a la vida. La esperanza se orienta al misterio de la encarnación, como la vivieron los profetas. Ella quiere dar a luz un tipo de hombre nuevo según Cristo y, por lo tanto, un pueblo fraterno donde “la pena y la aflicción habrán terminado”(Is 35, 10). Somos invitados en este tiempo a entrar en esta esperanza y no simplemente en “cosquilleos” fugaces.
Estamos muy acostumbrados a reconocer la alegría en los signos exteriores, risas, música, colores, luces, bailes, banquetes, vestidos, etc., que se nos puede perder el fundamento de todas estas expresiones. Claro que todos estos signos deben de existir, pero sin perder de vista la fiesta de la justicia de Dios, deseando que se cumpla entre nosotros. La realidad debe verse beneficiada por la alegría, este debe ser el criterio para medir la verdadera alegría. Si los pobres, los enfermos, lo descartados no se dan por enterados de las esperanzas que animan nuestras fiestas, estamos frente a puro “ruido”. Cualquier promesa de vida nueva debe incidir en las raíces de los problemas que causan sufrimiento a las personas. En nuestras fiestas deberán estar presentes, de algún modo, los “sobrantes” el mundo. Pueden estar presentes antes, después, en intención, en oración, pero no podremos olvidarlos so pena de que aquello se vuelva contra nosotros: “Más bien, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos. ¡Dichoso tú si no pueden pagarte!(Lc 14, 13-14).
Los profetas no ofrecen una esperanza comercial, para justificar la curiosidad, el morbo, sino que proponen la recreación de la dignidad del ser humano y de todas sus relaciones, hacia los demás, Dios, la naturaleza y consigo mismo. Ellos no inventan el proyecto del hombre desde su razón afectada por sus pasiones, sino de las ilusiones que Dios se hace de sus hijos. Para ello estudiaron los signos de los tiempos a la luz de la palabra de Dios y practicaron la santa paciencia del campesino “esperando las lluvias tempranas y tardías”: “Tengan como modelo de constancia y sufrimiento a los profetas que hablaron en nombre del Señor”(St 5, 10).
La esperanza cristiana que nos viene de los profetas, busca restablecer la justicia de Dios en la tierra, esto es, la alianza que ha pactado con el hombre: “¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos”(Is 35, 4). Le recuerda la alianza a la que se ha comprometido Dios si el hombre elige el camino de sus mandamientos: “Mira, hoy te doy a elegir entre la vida y la felicidad o la muerte y la desgracia. Yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, siguiendo sus caminos, observando sus mandamientos, sus leyes y sus sentencias para que vivas…”(Dt 30, 15-16). Por eso la esperanza cristiana es ambiciosa, no se conforma con paliativos, sino que aguarda el consuelo de Dios. Por ello es necesaria una paciencia mayor, “para que el día del juico no sean condenados”(St 5, 9).
Los profetas nos ayudan a reconocer el gran momento de la intervención de Dios en el mundo, con su fe visionaria llena de esperanza. La tradición profética enseña al pueblo a mirar hacia un futuro en el que reinará Dios en la historia, para alentar la lucha en el momento presente. Fueron ellos los que avivaron la esperanza en la llegada del Mesías, como nos lo anuncia Isaías en este domingo: ¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos”(Is 35, 4). Jesús nos revela que Juan es un profeta, más aún, el más grande de los profetas. A él le tocó indicar el cumplimiento de las promesas en Jesús de Nazaret: “en medio de ustedes está uno a quien no conocen”(Jn 1, 26). La fe profética reconoce la presencia de Dios en los acontecimientos, sobre todo en los más adversos. Fue en la cautividad del pueblo de Israel donde se elaboran unos hermosos poemas de libertad, que trascenderán la historia. Poco a poco la esperanza mesiánica se fue dejando sentir con mucha fuerza, hasta romper cadenas.
Los sueños de los profetas se cumplen en Jesucristo y Juan estuvo ahí para prepararle el camino y ayudar al pueblo a reconocer los signos de su presencia: “Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un ciervo el cojo, y la lengua del mudo cantará(Is 35, 5-6). Podemos reclamarle a Juan su duda, sobre todo, después de haber presentado a Jesús con tanta convicción. Sin embargo, aquella pregunta pudo ser, también un homenaje para Jesús. Preguntar es de alguna manera cierto conocimiento. Hay preguntas que demuestran interés y que se conoce lo suficiente. Por la respuesta de Jesús, parece que valoró la pregunta como un acto de fe, donde siempre queda un margen de duda. Tal vez quiere que todos tengamos esta duda de Juan y, al mismo tiempo, la inteligencia de su misterio, porque la respuesta que le ofrece no es para incrédulos sino para iniciados. Se trata de un lenguaje cifrado que sólo quien ha apagado los ruidos de su autosuficiencia podrá escuchar. El adviento nos deberá ayudar a reconocer a Dios en los más desprotegidos.
Estos signos no se le impusieron, sino que hubo que guardar el silencio del desierto, la oración y la penitencia(Mt 3, 3-4), para ir más allá de la expectativa mesiánica del rey poderoso. Al parecer, también en él existía otra idea diferente a la que manifestaba Jesús. Del que tenía noticias no era el que él había anunciado con tanta unción: “…el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de quitarle las sandalias”(Mt 3, 11). ¿Habría valido la pena haber empeñado la vida por aquel “glotón, borracho, amigo de publicanos y de gente de mal vivir”(Mt 11, 19), como escuchaba decir de Jesús. Es por ello que siente necesidad de aclarar la identidad de Jesús y envía a dos de sus discípulos a preguntarle si es él el esperado de los tiempos.
Ayudar a encarnar los sueños de libertad, solidaridad y dignidad es la misión del profeta. La realidad es dura y preferimos embriagarnos de mentiras, de consumo de cosas antes que aceptar el camino del Dios que nace en un pesebre, “que no se aferra a sus prerrogativas divinas, sino que se despoja de su grandeza tomando la condición de esclavo”(Flp 2, 6-7). Juan el Bautista prestó el servicio de animar una esperanza contra toda esperanza desde la realidad más humilde que pueda existir, no desde los palacios. Acogió el proyecto de Dios encarnado en Jesús, aun a costa de sí mismo. Jesucristo le hace un homenaje digno de un profeta: “no ha surgido entre los hijos de una mujer ninguno más grande que Juan el Bautista”(Mt 11, 11). ¿Cómo celebrar la fiesta que nos anuncian los profetas, en esta navidad?