SER DE LOS SUYOS…
COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL AL EVANGELIO DEL 4to DOMINGO DE PASCUA
8 de mayo de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
“Jesús dijo: Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna: ellas no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.
El Padre y yo somos una sola cosa”. (Jn 10, 27-30)
Palabra del Señor
Con estos versículos concluye el discurso del Buen Pastor, que ocupa la mayor parte del Capítulo 10 del Evangelio según San Juan, y que la liturgia, en su ciclo trienal, lee por completo en el Cuarto Domingo de Pascua. Desde la alegoría de la puerta, y de las entradas y salidas de las ovejas al sonido de la voz del legítimo Pastor, contrapuesto, primero al ladrón que quiere arrebatar las ovejas y, luego, al pastor asalariado, que no se hace cargo de la suerte del rebaño, hasta la afirmación de la identidad de Jesús como el Buen Pastor, cuya relación con el rebaño es de íntimo conocimiento y donación; se ha desarrollado el discurso, para llegar hasta este punto final, que recapitula toda la comparación y la corona con la revelación de la unidad entre el Padre y el Hijo.
La primera parte del v 27 recogerá lo dicho acerca del conocimiento como vínculo entre el pastor y las ovejas, y será un eco y una síntesis de los vv 4-5 y del 14-15 del mismo capítulo. Es oportuno recordar estos dos últimos: Yo soy el Buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí – así como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas; la relación fundamental que se acentúa es la que está señalada por el verbo Conocer, entendido desde el sentido que tiene en hebreo (a pesar de estar expresado en griego en el original); a saber, el cultivo de una cercanía íntima, capaz de comprometer a tal punto, que implica por entero al que conoce con el que es conocido, no se trata meramente un vínculo de información intelectual, sino que supone una conexión afectiva, una intimidad emocional, una experiencia de comunión.
La mutua relación a la que Cristo nos invita, la que Cristo ha forjado con sus discípulos, y que los discípulos han de tener con Él, es de la misma índole del conocimiento amoroso que lo liga con el Padre; si nos remitimos por un momento entonces al último versículo del discurso (v.30), de lo que está hablando el Evangelista es, ni más ni menos, de introducir a los que conformen su comunidad, a la experiencia plena de la vida trinitaria.
Es esta experiencia la que las ovejas alcanzan cuando, al escuchar su voz, reconocen al Pastor y lo siguen; porque han llegado a la certeza de que de parte del Pastor nada malo les puede sobrevenir, porque, en la cercanía de este Pastor, han aprendido que el conocimiento que tiene de ellas, supone en Él un involucrarse en su suerte, al punto de empeñar su vida por darles vida; y esto lo saben, porque escuchar y seguir al Pastor no es una acción pasiva y resignada, sino un activo entregarse confiadas al cuidado de sus manos.
Tal clase de conocimiento no puede sino engendrar una relación de pertenencia y ésta es la clave para comprender adecuadamente el pasaje, tanto en el repetido uso del adjetivo posesivo (mis ovejas, mi voz, mi Padre), como también el contrapunto que establece con la expresión “arrebatar”.
El adjetivo posesivo puede indicar (tanto en griego como en castellano) dos tipos de relaciones: la relación de pertenencia, como cuando digo, por ejemplo, “ésta es mi familia” o “éstos son mis amigos”, expresando un vínculo de mutua comprensión, de afectos mutuos, de una mutua inhesión tal, que me siento implicado profundamente con la suerte de ellos, tanto así que la siento como propia, y creo que, del mismo modo, ellos se hacen cargo de mi suerte.
Sin embargo, el mismo adjetivo sirve también para señalar la relación de posesión, como cuando digo “éstas son mis cosas” indicando algo que poseo y de lo que yo hago uso. Por la primera de estas dos relaciones, relación entre dos sujetos, vale la pena jugarse la vida, por la segunda, la relación que establecemos con los objetos, llegar a hacerlo sería infantil, absurdo.
La relación entre el Padre y Cristo es de pertenencia, así como la que invita a formar Jesús a sus discípulos: las ovejas son suyas, porque le pertenecen y Él les pertenece a ellas. La pertenencia se funda en un régimen de gratuidad; no hay sumisión ni coerción, las ovejas no están obligadas a ser de este Pastor: lo son porque han querido vincularse íntimamente con él; así como Él empeña su vida por ellas, ellas le entregan sus vidas para que Él las conduzca, y el fin de esta relación no es sino más vida, plena y abundante: Yo les doy la vida eterna: ellas no perecerán para siempre; así como Él mismo recibe la vida eternamente del Padre, implicarse con Cristo, el Pastor, conduce en una sola dirección: a vivir plenamente la vida que brota del Padre.
El contrapunto de estas palabras es el verbo “arrebatar” (en griego Harpazo), verbo que indica una extrema violencia ejercida con afán de posesión; Harpazo es el verbo que recoge el gesto del animal de presa que, con avidez, desgarra con garras y dientes aquello que quiere devorar. ¿Por qué reiterar la violencia de este verbo, que nos remite a versículos anteriores (es la acción del lobo en el v. 12) en estas palabras finales del Discurso?
En primer lugar, para dar cuenta de la necesidad de que el vínculo que una a la comunidad con Cristo y entre sus miembros sea precisamente aquel que se funda en el libre reconocimiento de la voz del Pastor y en la pertenencia; porque el ejercicio del escuchar, implica riesgos y una atención constante, ya que si no prestamos oídos de verdad al que reconocemos como pastor verdadero y fiel, terminaremos extraviados entre el vocerío que sale al paso en el horizonte de nuestros afectos: se puede en efecto asistir durante largos años a una comunidad de modo superficial, con un compromiso a medias, creando lazos endebles, fundados en la natural simpatía que nos lleva a escogernos unos a otros para andar un trecho del camino y luego separarnos sin pérdida ni desgarro; sin embargo esta ligereza de los vínculos tiene sus riesgos, así como débilmente me ato, con facilidad me desato; y otro riesgo aún mayor: si mi vínculo con la comunidad no es de mutua pertenencia, sino de uso y posesión, ¿cómo logro evitar que esta relación se pervierta, dando cabida a la posibilidad del abuso?
En el tiempo en que se escribe este Evangelio, el cristianismo naciente y aún no del todo unificado, era presa fácil de las desviaciones y de los abusos: proliferaban los predicadores oportunistas que querían medrar de una comunidad y terminaban fundando nuevas iglesias a su medida; la buena noticia de Cristo muerto y resucitado, se veía frecuentemente contaminada con interpretaciones provenientes de las múltiples doctrinas filosóficas, religiosas y místicas ajenas al cristianismo, que recorrían de un extremo al otro el Imperio Romano, especialmente en el oriente del Mediterráneo, zona en donde este Evangelio parece ver la luz; el ansia de sentido y de búsqueda de salvación, en un clima de creciente angustia por la inestabilidad social, económica y política del Imperio y la amenaza de la persecución, provocaba en algunos de los creyentes desconcierto respecto de la fe a la que habían entregado su adhesión, muchas veces con más entusiasmo que convicción.
En segundo lugar, para advertir, por lo mismo, que quien no está vinculado por los lazos de la pertenencia, puede ser presa inerme del Demonio, cuyo oficio consiste precisamente en desgarrar, arrebatar, desatar, destruyendo estos lazos, que él mismo no puede soportar ni comprender porque su sino es el rechazo absoluto del Padre y de Cristo que quiere vincularnos y conducirnos a la unidad.
Hay un término que, no obstante no aparecer explícito en esta pasaje del Evangelio, nos da la clave final para entenderlo: el Agape; este amor, que no es sólo don del Padre, sino que puede ser identificado con Dios mismo, con la dinámica de la vida más íntima de Dios, es el que ilumina todo el discurso del Buen Pastor; es el Agape el que está motivando este conocimiento íntimo que el Pastor tiene de las ovejas, el que lo impulsa a empeñar su vida por el rebaño, el que lleva a Cristo Pastor a asumir sobre sus hombros la misión de ser el Cordero del sacrificio, para purificar y alimentar a su pueblo, la Iglesia; como asimismo, es el movimiento por el cual todo lo del Padre está entregado en manos del Hijo; y por el que el Hijo nada se guarda para sí, sino todo lo recibe para entregárselo al Padre; es el responsable de este absoluto querer comunicar el conocimiento y la vida que recibe del Padre; es el Agape de la comunidad vuelta hacia Cristo y de cara a cada uno de sus miembros, el que no permitirá que de ellos haga presa el que quiera arrebatarlos.
Ser de los suyos, ser del rebaño del Buen Pastor, no radica en otra cosa que en la apertura a la acción del amor, no es otra cosa que aprender –muchas veces con dolor- el ejercicio del Agape de cara a los hermanos, a los compañeros que el Señor ha puesto a nuestro lado en la ruta, aprendiendo a ser oveja atenta a la voz del Pastor para seguirlo sin dudar, y ejerciendo, al mismo tiempo y sobre la marcha -mientras empeñamos también nosotros la propia vida- el oficio del Buen Pastor.
Raúl Moris G. Pbro.