TU PALABRA ME DA VIDA
CONVICCIONES Y ACTITUDES ANTE EL ESTUDIO DE EVANGELIO
Pino Arcaro
– Estudio de Evangelio –
(Tomado de la revista de EL PRADO de España, núm. 135)
Todos los pradosianos, en la diversidad de nuestros pueblos y de nuestras Iglesias, tenemos en común el convencimiento de que la eficacia de la evangelización de los pobres depende del conocimiento de Jesucristo, mediante el estudio constante del Evangelio. Pero prácticamente todos expresamos dificultades y deseamos ser ayudados en la práctica de este estudio con autenticidad y fidelidad, según el espíritu del P. Chevrier.
Estas reflexiones quisieran precisamente ayudarnos a renovar algunas convicciones y actitudes profundas que pueden hacernos superar momentos inevitables de cansancio y de «pérdida de sentido», devolviéndonos el gusto y una significación a la hora de hacer nuestro estudio de Evangelio, de manera viva.
1. RENOVAR EL ACTO DE FE EN LA PALABRA DE DIOS
Debemos partir siempre, como el P. Chevrier, de la Trinidad y redescubrir con asombro y admiración el hecho más extraordinario y más revolucionario que está en el corazón mismo de la Escritura: «Dios habla, no está en silencio» (Sal 49,1.3), contrariamente a los «dioses de las naciones, que tienen boca y no hablan» (Sal 113,5). Dios desea dialogar con el hombre (Sal 49,7; 93,8; 80,9). Espera de él la respuesta de Abrahán (Gn 12,4), de Samuel (1 Sm 3,11), de María (Lc 1,38).
Este diálogo recorre toda la historia de la salvación y se cumple definitivamente en la Encarnación del Verbo, Palabra perfecta del Padre (Heb 1,1-4) y respuesta perfecta al Padre (2 Cor 1,19). Este diálogo es un elemento constitutivo de la nueva condición de los hijos de Dios, de los que son habitados por el Espíritu, de los amigos a los que el Padre quiere revelar, a través de Jesús, todos los secretos ocultos en Dios desde los siglos (Jn 15,15). Dios, en la realidad suprema de su kénosis, está a nuestra puerta y llama como un mendigo de amor; espera que nosotros le abramos para poder sentarse a nuestra mesa (Ap 3,20; véase VD 124-125).
También son de Dios estas palabras del Evangelio: «De lo que llena el corazón habla la lengua» (Mt 12,34). San Gregorio Magno dice: «La Escritura es una carta de Dios Todopoderoso a su creatura. En ella, ésta aprende a conocer el corazón de Dios en la Palabra de Dios» (Reg. Epst. 4,31).
En la Escritura, Dios nos ha hablado de lo que llena su corazón; y lo que llena su corazón es el amor. Todas las Escrituras, nos dice san Agustín, han sido escritas con este fin: para que el hombre pueda comprender cómo Dios le ama, y lo comprenda para inflamarse de amor hacia él (De Cat. Rud. 1,8).
En las Escrituras, encontramos la misericordia de Dios y su amor loco por toda la humanidad y por cada hombre; nosotros comulgamos en su pasión amorosa hacia los más pobres y escuchamos sin cesar su invitación a gritarles que él los ama hasta el punto de entregar a su Hijo único para que tengan vida en plenitud. (véase VD 61-63)
2. LA PALABRA, SACRAMENTO DEL PADRE
El principio de la Carta a los Hebreos nos presenta el misterio de esta Palabra de Dios en el contexto de toda la historia de la salvación: «Después de haber hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras en otros tiempos a los Padres por medio de los profetas, Dios, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo» (Heb 1,1-2).
De la Palabra-Acontecimiento…
En la Biblia, la Palabra de Dios (dabar) constituye siempre un acontecimiento, es decir, algo nuevo que irrumpe en la historia. La expresión «la Palabra de Yavé vino a…», que se repite con tanta frecuencia, indica esta Palabra-Acontecimiento que toma una forma concreta en los diferentes profetas hasta Juan Bautista (Lc 3,1).
Con la Encarnación del Verbo, la Palabra-Acontecimiento se hace hombre en Jesús, plenamente y para siempre. Después que «la Palabra de Dios se hizo carne» (Jn 1,14), ya no se podrá decir que la Palabra de Dios viene a nosotros como a los profetas, porque Jesús es el acontecimiento definitivo de la Palabra «salida de la boca de Dios», que ha bajado sobre la tierra como la lluvia, la ha regado para que dé semilla y para comer y, una vez cumplido todo aquello para lo que Dios la ha enviado, se ha vuelto hacia el Padre, diciéndole: «He cumplido la obra que me encomendaste» (Is 55,10; Jn 17,4).
Este acontecimiento histórico de la Palabra se concluyó con la Ascensión de Jesús al Cielo, pero el Espíritu que actuaba en ella está con nosotros para siempre (Jn 14,16). Por eso, también ella, misteriosamente, queda para siempre entre nosotros.
Ya no hay otra Palabra-Acontecimiento en la Iglesia, porque Dios se ha vuelto «mudo», como dice san Juan de la Cruz, no en el sentido de que él no nos hable, sino en el sentido de que dice siempre y de manera nueva lo que él ha dicho plenamente en Jesucristo.
…a la Palabra Sacramento
Ahora sólo hay Palabra-Sacramento, porque la Palabra de Dios «venida» una vez por todas y recogida en la Biblia, se hace realidad activa cada vez que la Iglesia la proclama con autoridad y que el Espíritu que la ha inspirado la alumbra de nuevo en el corazón de quien la escucha. La Palabra-Sacramento es entendida en el sentido amplio de Lumem Gentium 48, que habla de Cristo como «sacramento primordial del Padre» y de la Iglesia como «sacramento universal de la salvación», o en el sentido de san Agustín: «El sacramento es palabra visible; la palabra es sacramento audible».
En cada sacramento se distingue un signo visible y la realidad invisible que es la gracia. La Palabra que nosotros leemos en la Biblia no es más que un signo material, como el agua o el pan, un conjunto de sílabas muertas: cuando intervienen la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de este signo, entramos misteriosamente en contacto con la Viviente Verdad de Dios, la Viviente Voluntad de Dios.
3. EN EL HIJO
Igual que en la Encarnación del Verbo Dios se hace presente bajo el velo de la carne, y en la Eucaristía bajo el velo del pan, lo mismo en la Escritura se hace presente bajo el velo de la Palabra. En la Encarnación, él se oculta «en la humildad de la naturaleza humana»; en la Escritura, se oculta en la humildad de la palabra humana. Es el acto de fe del concilio Vaticano II: «Cristo está presente en su palabra, porque es él quien habla cuando leemos en la Iglesia las Sagradas Escrituras» (SC 7).
Es la fe tradicional de la Iglesia, como lo atestigua el autor de la Carta a los Hebreos, quien, viviendo mucho tiempo después de la muerte de Jesús, considera sin embargo sus días como formando parte de los días de Jesús. Dice que Dios nos ha llamado «en estos días que son los últimos»; citando las palabras del salmo 94: «Hoy, si oís su voz, no endurezcáis vuestro corazón», las aplica a los cristianos diciendo: «Cuidado, hermanos, que no haya ninguno entre vosotros con un corazón dañado por la incredulidad que lo haga desertar del Dios vivo… Animaos unos a otros día tras día para que ninguno se endurezca seducido por el pecado (Heb 3,7.12-13).
Aún hoy en día, Dios continúa hablándonos «en el Hijo», a través del «sacramento» de la Escritura. Por eso somos invitados a renovar constantemente nuestro acto de fe, cuando estudiamos o anunciamos la Palabra de Dios. Como cuando nos disponemos a celebrar la Eucaristía somos invitados a entrar primeramente en un clima de fe y de temor de Dios, orando y adorando el misterio de Dios que se esconde en la Palabra, como san Francisco cuando invitaba a sus hermanos a honrar con igual afecto y devoción «las muy santas palabras» (FF 225), como el P. Chevrier: «Oh Verbo, oh Cristo», como el Concilio (véase DV 21 y 25).
La Palabra indica, pues, algo más que el conjunto de las palabras de Dios: es una fuerza creadora que actúa en la historia y que es algo totalmente distinto que las palabras fugaces de los hombres «que pasarán» (Is 40,6-8; 55,8-11; Mt 24,35); porque «este Hijo… sostiene todo el universo por su palabra poderosa» (Heb 1,3) y nos da también a nosotros la capacidad de construir la casa sobre la roca de su Palabra (Mt 7,25).
Somos llamados a encontrar esta Palabra en la fe, con el alma del sediento que va a beber el agua de la fuente que brota, siempre viva, siempre disponible, siempre capaz de comunicarnos la fuerza del Resucitado.
Así la presentan Pedro y Santiago cuando afirman que los cristianos han sido «regenerados por la Palabra viva y eterna de Dios» (1 Pe, 23; Sant 1,18). Y así nos la hace imaginar Pablo cuando escribe que «resuena» como un grito poderoso en toda Macedonia y en Acaya (1 Tim 1,8). Los Hechos de los Apóstoles la presentan siempre como una realidad viviente cuando afirman que la «Palabra crecía», «se difundía», «se fortalecía» (Hch 6,7; 12,24; 19,20).
El Concilio Vaticano II nos recuerda que «es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21).
4. POR EL ESPÍRITU SANTO
2 Tim 3,16 afirma que «toda la Escritura está inspirada por Dios» (theo-pneustos). Esta palabra griega tiene dos sentidos. Un sentido pasivo = «inspirada», la Escritura es inspirada por Dios (doctrina de la inspiración de las Escrituras y de la inerrancia bíblica). Un sentido activo = «espirante», la Palabra «insufla» a Dios, como lo atestigua san Ambrosio (De Sp.S. III, 112).
San Agustín en las Confesiones (4,12,18) dice que Dios no hizo las cosas y después se desentendió, sino que las cosas «vienen de Dios y quedan en él». Sucede lo mismo con las Palabras de Dios: venidas de él, en él quedan y él en ellas.
Después de haber inspirado la Escritura, está como encerrado en ella, la habita y la anima sin descanso por su Espíritu divino, como nos lo recuerda el Vaticano II: «La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios [inspiración pasiva] y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo [inspiración activa]» (DV 21).
Es Jesús quien ha explicado por adelantado la relación entre su Palabra y el Espíritu Santo que él iba a enviar. En Jn 14,25 se dice que «el Espíritu Santo enseñará y recordará» todas las cosas que Jesús ha dicho. «El no hablará en su nombre, recibirá de lo mío y os lo interpretará» (Jn 16,13-15).
Jesús no ha podido decirlo todo, porque los discípulos no eran capaces de «soportar todo el peso». Por eso enviará el Espíritu Santo para que conduzca a los discípulos a la plenitud de la verdad aún no alcanzada: no se trata de cosas nuevas, sino de nuevas significaciones, profundas, ocultas en las palabras y las acciones de Jesús. El Paráclito las iluminará y llevará al descubrimiento de toda la verdad encerrada en ellas. No hay otra verdad, fuera de la Verdad que es Jesús.
Nosotros vivimos en este despliegue de la acción del Espíritu: son muchas más las cosas cuyo peso no somos capaces de soportar que las cosas que hemos comprendido.
5. EL ESTUDIO «ESPIRITUAL» DE LA ESCRITURA
Como Cristo y como la Iglesia, también la Escritura es una realidad humano-divina. Tenemos acceso a lo divino a través de lo humano. Lo mismo que en cuanto a Cristo o a la Iglesia, corremos el riesgo de negar lo «humano»: la historicidad, el lenguaje, el estudio crítico, filológico, exegético. O bien, y puede que sea más frecuente hoy, corremos, por el contrario, el riesgo de reducir la Escritura sólo a su dimensión humana, parándonos en el primer paso, en la letra.
La letra y el Espíritu
La lectura espiritual de la Biblia en el sentido pleno y comprensivo es aquella en la que el Espíritu Santo enseña a leer el Antiguo y el Nuevo Testamento conjuntamente, en referencia a la Iglesia. La lectura espiritual reconoce plenamente la búsqueda científica, pero la integra y la supera en una búsqueda distinta, que sólo es posible por la fe y por el Espíritu. Explica lo que sucede primero a partir de lo que viene después; la profecía a la luz de la realización, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, el Nuevo a la luz de la Tradición de la Iglesia.
La lectura espiritual no es, pues, una lectura edificante, subjetiva, o peor aún fantasiosa, ni opuesta a la lectura científica «objetiva». Es la más objetiva, en cuanto que se hace bajo la guía del Espíritu Santo que ha inspirado la Escritura. Se basa en un hecho histórico: el acto redentor de Cristo que, con la muerte y la resurrección, cumple el designio de la Salvación, realiza todas las figuras y las profecías, desvela todos los misterios ocultos y ofrece la verdadera clave de lectura de toda la Biblia.
El Nuevo Testamento llama a la clave nueva «Espíritu», mientras llama a la clave vieja «letra», cuando dice que «la letra mata y que el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Esto no quiere oponer Antiguo y Nuevo Testamento, ya que «la letra» quiere decir leer la Biblia haciendo abstracción de Cristo, y «el Espíritu» quiere decir leerla a la luz de Cristo. Por eso la Iglesia valora tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento, porque los dos hablan de Cristo.
«La Sagrada Escritura es un solo libro, y este libro único es Cristo; porque toda Escritura divina habla de Cristo y se cumple en Cristo» (Hugo de san Víctor, Del Arca de Noé II,8).
Toda le Escritura se refiere a Cristo
«El sentido espiritual es el que el Espíritu da a la Iglesia», dice Orígenes (In Lev. Hom. V,5) recogiendo la convicción unánime de los Padres, que, siguiendo a Pablo, a Juan y al mismo Jesús, han practicado siempre una lectura espiritual de las Escrituras, es decir, una lectura referida a Cristo.
Ellos también han justificado tal lectura al declarar que todas las Escrituras hablan de Cristo (Jn 5,39), que en ellas «el Espíritu de Cristo» estaba ya trabajando y se expresaba a través de los profetas (1 Pe 1,11), que el Antiguo Testamento es «alegoría», es decir, referencia a la Iglesia (véase Gal 4,24), que el Espíritu aplica la Escritura a la Iglesia y desvela «la sombra de los bienes futuros» (Heb 3,7-19; 9,8-14; 10,1).
Jesús afirma solemnemente en el Evangelio que Abrahán vio su día (Jn 8,56), que Moisés había escrito de El (Jn 5,46), que Isaías había visto su gloria y había hablado de El (Jn 12,41), que los profetas y los salmos y todas las Escrituras hablan de El (Lc 24,27-34; Jn 5,39).
El Hijo, a través del cual Dios nos ha hablado, es «el heredero de todas las cosas» (Heb 1,2), en primer lugar de todas las cosas dichas en la Antigua Alianza. El es quien recapitula en sí mismo toda la Escritura. El es el «sí» de Dios a todas las promesas y a todas las profecías (2 Cor 1,19).
La consecuencia es que, sin esta referencia decisiva a Cristo, la Biblia permanece como un libro «velado», «sellado», porque es Cristo quien levanta el velo (2 Cor 3,15-16) y el sello (Ap 5,9). La intuición del P. Chevrier cuando identificaba el estudio de la Escritura con el estudio de Nuestro Señor, está bien fundada.
El Cristo Pascual es el centro de toda la Escritura
Cuando Pablo quiere expresar en una sola palabra el contenido de la predicación cristiana, siempre indica una persona: Jesucristo (2 Cor 4,5) y pone de relieve siempre el acontecimiento de la Cruz, «Cristo crucificado» (1 Cor 1,23) y su Señorío (Rom 1,4), es decir, la condición a la que ha accedido gracias a la Cruz y a la Resurrección.
En la Pascua, Jesús establece el Reino por su muerte y su resurrección y los apóstoles sustituyen con toda naturalidad la expresión «Reino de Dios» por la expresión «Jesús Señor». El núcleo del anuncio de Jesús en los sinópticos: «El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15) es tomado, según el mismo esquema, después de Pentecostés en la predicación de los apóstoles bajo esta nueva forma: «Dios ha constituido a Jesús Señor y Cristo; convertíos y creed» (Hch 2, 36.38; 3,18ss; 5,31).
La palabra «Evangelio de Jesús», en el sentido subjetivo de mensaje de Jesús, toma también un sentido objetivo, el de alegre noticia sobre Jesús (Rom 1,1-4). No hay, sin embargo, separación entre el Jesús anunciante y el Jesús anunciado, entre el Jesús de los evangelios y el Jesús de la Iglesia, entre el Jesús de la historia y el Jesús de la fe (Hch 2,36; 10,38ss).
Los Apóstoles han anunciado el Evangelio «en el Espíritu Santo» (1 Pe 1,12), es decir, guiados por este Espíritu que hacía hablar a Jesús, que le consagró en el Jordán para llevar la Buena Noticia a los pobres, que guió sus pasos e inspiró cada una de sus acciones.
El misterio de la Palabra reposa sobre el misterio de la Encarnación: Jesús es Dios y hombre en la misma persona: aquél que habla de Dios es Dios. Hay, pues, en Jesús una perfecta adecuación entre sujeto y objeto, entre mensajero y mensaje, entre revelación y revelador.
En nuestro estudio de Evangelio, encontramos al Cristo Pascual, el Cristo «objeto», aquél del cual se habla, pero también al Jesús «sujeto», que continúa hablando, no ya a través de la carne sino a través de su Espíritu, lo mismo que él no vive «según la carne» sino «según el Espíritu». Es el mismo de ayer, que posee la misma fuerza para convertirnos y llamarnos a seguirle en su misión de evangelizar a los pobres.
Esta fuerza es el Espíritu Santo que nos ha sido dado según su promesa, para darle testimonio hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). En el Nuevo Testamento, «dar testimonio de Jesús» tiene el mismo sentido que hoy la palabra «evangelizar».
6. UN ITINERARIO FUNDAMENTAL
Escuchar la Palabra
Si el Dios tripersonal tiene un designio de amor y de comunión, si lo comunica a través de su Palabra «creadora» y si nos hacemos disponibles al don de Dios, no nos queda sino «escuchar» esta Palabra de Dios que, bajo su forma escrita, está fijada en los 73 pequeños libros de la Biblia para alimentarnos día tras día.
La escucha es la primera actitud por la cual vivimos nuestro ser de persona, nuestra propia realización «con los demás y para los demás». Es la petición fundamental que Dios hace a su pueblo: «¡Escucha, Israel (Shema Israel)!». Para el P. Chevrier es la actitud de quien se ha sentido atraído a seguir al Señor y responde con alegría, con prontitud: «Heme aquí. Soy tuyo… Habla, Señor, tu siervo escucha…» (VD 122).
La escucha es la condición para vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4), para procurarnos el alimento que no perece sino que dura hasta la vida eterna (Jn 6,7), para «discernir los signos de su voluntad y los impulsos de su gracia en las vicisitudes de la vida» (PO 18), «para obtener el supereminente conocimiento de Cristo» (Flp 3,8), «para ver a Cristo en todo hombre» (AA 4), «para poder transmitir mejor a los demás» las insondables riquezas de Cristo (Ef 3,8) que nosotros hemos contemplado» (PO 13).
Lucas advierte: «…a ver cómo escucháis» (Lc 8,18) y exhorta a escuchar con un corazón noble y generoso» (8,15), como María de Betania (Lc 10,39-40), como Lidia la primera cristiana de Europa 8 (Hch 16,13-15) y como la madre del Señor, que acoge la Palabra, la medita y la conserva en su corazón (Lc 2,19.51).
Juan nos da como punto de referencia la escucha en las relaciones trinitarias: Jesús sabe que el Padre le escucha siempre (Jn 11,4). El está igualmente a la escucha del Padre (Jn 1,2.18); anuncia a los discípulos y al mundo lo que él ha escuchado antes (Jn 8,26.40; 15,15); el Espíritu Santo no habla por sí mismo sino lo que ha escuchado al Hijo, y lo da a conocer recordando y dando vida a su Palabra (Jn 16,13ss).
Como hijos en el Hijo, los discípulos son llamados a permanecer en una escucha constante del Padre, a ponerse a los pies del Señor, a estar atentos a su visita a su acción, a su Palabra, y a dejar que el Espíritu forme en ellos el Verbo, reviviendo la memoria de sus palabras y guiándolos a la Verdad plena.
Esto le pide al servidor una actitud de docilidad, que permite al Señor abrirle el oído, dolorosamente, cada día. Sin presentarle resistencia, acoge la economía de la Cruz, que es necesaria para escuchar y poner en práctica la Palabra (Is 50, 4ss).
Es una actitud de «pasividad activa», como les gustaba decir a los Padres de la Iglesia, que llama a actitudes concretas: el silencio, la plegaria, el asombro, la gratuidad, la simplicidad, la docilidad, la humildad, la pureza de corazón, la vigilancia, la asiduidad, la perseverancia, la preocupación por la verdad, los lazos con un pueblo, el contacto constante con la Tradición viva de la Iglesia, la disponibilidad a obedecer a la Palabra en la vida de cada día y a dejarnos convertir en nuestra Miseria.
Es necesaria la inteligencia del pobre, recordaba el P. Chevrier a C. Rambaud en 1859 (Cartas nº 20), porque es a los pequeños y a los sencillos a quienes agrada a Dios revelarse (Lc 10, 21), como él lo constataba (VD 218) y como tantas veces lo constatamos nosotros.
Contemplar la Palabra
La escucha es ya don y experiencia de fe en el Señor Jesús y en el Espíritu Santo, pero el itinerario nos lleva más lejos, a concentrar la multiplicidad de los sentimientos y las reflexiones en el misterio de la persona de Jesús, presente en cada página de la Biblia, especialmente en el Evangelio. Es el momento de la contemplación, entendida como diálogo, como mirada prolongada, fijada sobre la Palabra que es Cristo el Señor.
Es traspasar «el velo de la letra» para entrar en la intimidad de Dios. Es exponerse a sus rayos luminosos, que nos dan la luz para aprender a reconocer su Presencia y su acción en las personas y en los acontecimientos. Es mantenerse ante el espejo de su Palabra, un espejo misericordioso que pone al desnudo nuestro alejamiento del rostro de Cristo, nuestros pecados, nuestras heridas con el solo fin de querer curarnos. Es como la mirada de Jesús sobre Pedro, que le revela a la vez la amargura de la traición y la dulzura de su amor, más grande que todo pecado.
Vemos sobre todo en esta mirada el rostro de Dios, o mejor el corazón de Dios. En 1 Cor 13, 12, Pablo, hablando del amor, dice que,en esta vida, vemos a Dios «como en un espejo» y este espejo es la Escritura. Los secretos y la profundidad de Dios, que no pueden ser conocidos a partir de las obras que él ha realizado en la creación (Rom 1, 20), pueden serlo con la Escritura, poniéndose a la escucha del Verbo, único «exegeta» del Padre (Jn 1, 18).
Esta mirada sostenida y prolongada nos hace entrar en contacto con Jesús, un contacto cargado de admiración, de reconocimiento, de alegría, de amistad, de entrega. Como Pablo y como el P.Chevrier (VD 89-108), hacemos la experiencia de que «conocer a Jesucristo es todo» (VD 113), «que él es mi Señor (Flp 3, 12), el que me ha seducido (Jn 12, 32), que «me ha amado hasta dar su vida por mí» (Gal 2, 20). Con ellos, hemos podido constatar también nosotros que, frente a la sublimidad del conocimiento de Cristo, en adelante todo es «una pérdida», porque es él quien da unidad, esperanza y fundamento a nuestra vida, a nuestra fe y a nuestro ministerio (1 Cor 3, 5.11).
También como Pablo y el P.Chevrier, nos vamos disponiendo para ofrecerle por amor lo que nos hace sufrir «para completar en la carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24; VD 330-333).
En esta contemplación, permitimos al Espíritu que nos vaya conformando a Cristo Buen Pastor, que nos haga participar de sus «entrañas» de misericordia y de ternura hacia la muchedumbre de los pobres (Mc 6, 34), y que renueve continuamente en nosotros la fuente del ministerio apostólico. «Es el conocimiento de Cristo lo que hace al sacerdote» (VD 113).
Es como permanecer ante la «zarza ardiente» (Ex 3), donde los pobres que encontramos en nuestra misión y las inmensas turbas de pobres del Sur del mundo se convierten para nosotros en «el lugar teológico» de la revelación de Cristo crucificado, que nos entrega a ellos, y nos les da a nosotros. «Es necesario instruir, no mediante grandes discursos que no llegan al fondo del corazón de los ignorantes, sino mediante instrucciones muy sencillas y al alcance del pueblo» (Cartas nº 91). «Para anunciar a Jesucristo a los pobres procuraremos expresar la fe de modo sencillo y directo, tomando en serio lo que en la realidad de su vida es lo más importante y procurando encontrar las palabras más claras y significativas» (Const nº 45).
En esta mirada contemplativa los santos como Francisco, Domingo y el P.Chevrier se han situado ante el amor sin límite de Dios, que se hizo hombre humilde y pobre hasta la muerte en Cruz (Flp 2, 5-11; 2 Cor 8). Entrevieron la Verdad. Experimentaron hasta las lágrimas el dolor de ver tanto amor no correspondido y sintieron como un fuego que los empujaba a anunciar la pasión de amor de Dios hacia los pobres y los pecadores.
También nosotros podemos decir como ellos y como Jeremías: «¡Mis entrañas! ¡Mis entrañas! ¡Me duelen las telas del corazón, se me salta el corazón del pecho! ¡No puedo callar…! (Jr 4, 19). Y como Juan en el Apocalipsis, después de haberse tragado el pequeño libro «dulce como la miel en la boca, pero muy amargo en las entrañas» (Ap 10, 10-18), nos sentimos de nuevo enviados a la misión: «Tú debes de nuevo profetizar ante una multitud de pueblos, de naciones y de reyes» (10, 11).
Cumplir la Palabra
Jesús compara a los que escuchan sin ponerlo en práctica, con aquellos que construían su casa sobre arena y no sobre roca (Mt 7, 24 ss). Santiago los compara con aquel que pasa sin pararse ante un espejo, y recomienda «fijar» la mirada sobre la Palabra, detenerse en ella, para llegar a ser «realizadores y no sólo oyentes de la Palabra», porque «bienaventurado» es aquel que la pone en práctica (Sant 1, 21-25; véase Jn 13, 25; Lc 11, 28; Rom 2,13).
Cuando estudiamos la Palabra, debemos sentir cómo esta Palabra nos es dirigida a nosotros, como la del profeta Natán a David en 2 Sm 12, 7: «¡Tú eres ese hombre!», es decir, «¡se trata de ti!», o aún aquellas palabras de Pablo en Rom 2, 17-24: «Tú, que te glorías de conocer la voluntad de 10 Dios y de saber discernir lo que está bien, tú que estás convencido de ser el guía de los ciegos, la luz de aquellos que están en las tinieblas, el educador de los ignorantes, el maestro de los simples, porque posees la ley… pues bien, ¿cómo tú que enseñas a los demás no te enseñas a ti mismo?». Obedecer a la Palabra en la vida es también el primer servicio a la evangelización. No como los escribas y los fariseos, que «dicen y no hacen» (Mt 23, 3), sino como Jesús: «Aprended de mí…» (Mt 11, 29), «Yo os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho, lo hagáis también vosotros» (Jn 13, 15), y como Pablo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11, 1; Flp 3, 17). «Imitar a Nuestro Señor, seguir a Nuestro Señor, llegar a ser otro Jesucristo en la tierra, es lo que me he propuesto desde el principio» (Carta nº 75 a Dutel).
El hombre hoy no se fía de las palabras, pero la palabra «vivida» tiene una fuerza de persuasión única, porque, en ella, hay una comunicación de vida y no sólo de ideas. Pero no debemos pensar que la verdad y la eficacia de la Palabra vienen de nuestra coherencia: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo» (2 Cor 4, 5). La Palabra es verdadera y eficaz por la vida de Cristo, que ha realizado toda palabra del Evangelio.
Es algo en lo que Jesús tiene gran interés: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21).
Es necesario cumplir la Palabra, porque de otra manera nos quedamos en ilusiones y también porque sólo cumpliéndola la comprenderemos verdaderamente. La contemplación prepara la realización y la realización ayuda a profundizar la comprensión.
Es necesario comenzar primeramente a poner en obra lo que hemos comprendido, porque todos estamos más o menos aturdidos y, si no nos ponemos a hacer pronto aquello que hemos visto en el espejo, lo olvidaremos. Siempre es posible hacer algo, incluso algo pequeño, pero concreto y Pronto.
De esta manera, la Palabra se convierte en instrumento que «va desbrozando» nuestra vida, que va cortando las ramas secas e inútiles, hasta que lleguemos a ser «puros por la Palabra» y llevemos mucho fruto (Jn 15,2-3).
Para llegar a ser servidores de la Palabra
Los Evangelios terminan con el retorno de Jesús al Padre y con la misión confiada a los discípulos: «Id al mundo entero y haced discípulos míos de todos los pueblos» (Mt 28, 18); «Id al mundo entero y anunciad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15), o aún mejor, como en Jn 17, 8.16.18: «Las palabras que me has dado, yo se las he dado a ellos… Como tú me has enviado al mundo, así también los envío yo al mundo… Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». Los que habían vivido con él, son ahora enviados y se convierten en sus testigos, en «servidores de la Palabra» (Lc 1, 2).
El título de «servidor» o «ministro», o «esclavo», que Pablo se aplica a sí mismo y a otros predicadores, indica la conciencia que el predicador tiene de la Palabra: es y debe permanecer siempre su esclavo, «porque se es esclavo de lo que os domina» (2 Pe 2, 19): somos esclavos de la Palabra si nos dejamos dominar y modelar por la escucha asidua y perseverante de la Palabra: «Cada mañana, me abre el oído para que escuche como un discípulo. El Señor Yahvé me ha abierto el oído, y yo no he puesto resistencia ni me he escondido» (Is 50, 4b-5).
El servidor de la Palabra es aquel que dice como Juan Bautista: «Sólo soy la voz del que grita» (Jn 1, 23). La Iglesia no es la Palabra, es solamente «la voz» de la Palabra, es decir, que como dice Pablo, debe predicar, no a sí misma, sino a Jesucristo el Señor (2 Cor 4, 5). Solamente así «la Palabra de Dios no está encadenada» (2 Tim 2,9) y puede «llevar a buen término su carrera» (2 Tes 3, 1) sin verse frenada por tantas túnicas y alforjas que entorpecen la marcha de aquel que anuncia el Evangelio (Lc 10,4).
Esta relación de dependencia es también el fundamento de la autoridad y de la eficacia de la predicación del apóstol, como para Jesús, que ha transmitido simplemente «las palabras de Dios» (Jn 3,24), que no las ha inventado sino que solamente ha dicho aquellas que el Padre le había mandado decir (Jn 12, 49) y, por esto, sus Palabras eran «espíritu y vida» (Jn 6, 63).
Para que la Palabra sea verdaderamente el sujeto protagonista de nuestra predicación, es necesario que «el que habla, hable palabras de Dios» (1 Pe 4, 11) y que hable con sinceridad, movido por Dios, bajo su mirada, en Cristo Jesús: «No somos en efecto como otros muchos, que trafican con la palabra de Dios; es con sinceridad, de parte de Dios, a los ojos de Dios, en Cristo, como nosotros hablamos» (2 Cor 2, 17). «Para dar el catecismo en fidelidad a la Palabra de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia, nuestro corazón y nuestra plegaria serán como un crisol donde el Evangelio y la vida de los hombres, largo tiempo meditados,se encuentran y se dan luz mutuamente» (Const nº 45). «El que tiene el espíritu de Dios, no dice nada por sí mismo, no hace nada por sí mismo; todo lo que dice, todo lo que hace se asienta sobre una palabra o una acción de Jesucristo a quien él ha tomado como fundamento de su vida» (VD 227-228): «Nuestro Señor ha dicho todo lo que tenía que decir: no tenemos más que abrir su libro y leerlo a los fieles con una pequeña explicación» (VD 449-450).
Los falsos profetas no confían en «la debilidad», en «la locura», en la pobreza y la desnudez de la Palabra y la apañan; se parecen a aquellos que se avergüenzan del Evangelio (Rom 1, 16) y de las palabras de Jesús, porque les parecen demasiado duras para el mundo (Jn 6, 60), demasiado pobres y desnudas para la gente instruida; tratan de sazonarlas con lo que Jeremías llama «la paja» o «las fantasías de su corazón» (Jr 23, 16.28).
Asistimos en Occidente a la tentativa racionalista, ya duramente estigmatizada por Kierkegaard, de someter toda búsqueda a la discusión, de modo que se haga aceptar el cristianismo como filosofía y hacerlo entrar en el esfuerzo de autocomprensión del hombre y del universo; así el anuncio de Cristo muerto y resucitado es reducido a una de las fuerzas en juego de la historia y no es la ofrenda a nuestro mundo del nuevo mundo aparecido en Jesucristo; se convierte entonces en ideología y pierde su fuerza de provocación y de escándalo.
El hombre moderno está tentado de poner como valor supremo «la búsqueda» de la verdad y no «la verdad», porque, cuando está en búsqueda, él es el protagonista que determina los valores, mientras que, ante la verdad reconocida como tal, debe obedecer. Es la vieja tentación de ser «como Dios» (Gn 3).
«Esfuérzate por presentarte a Dios como… un fiel dispensador de la palabra de la verdad: evita palabrerías profanas que llevan a encerrarse cada vez más en la impiedad» (2 Tim 2, 15-16). «Profanas » son las palabras que «siguen las tradiciones de los hombres y anulan la Palabra de Dios» (Mc 7, 7-13). A los hijos que piden el Pan de la Palabra se les da piedras (Mt 7, 9), es decir, palabras muertas, que no apagan la sed (Jn 4, 14) y que no producen fruto alguno (Jn 15, 5; véase P. Chevrier P 3, 124). Jesús, en Mt 12, 36, advierte que, en el día del juicio, tendremos que dar cuenta de toda palabra inútil, estéril.
Pablo polemiza con los que quieren disolver el Kerygma de la Cruz en un mensaje humano, comprensible y aceptable para el mundo (1 Cor 1, 23). Predicar, para Pablo, es anunciar a Jesús de Nazaret, humilde Servidor, crucificado en la vergüenza del Viernes Santo, exaltado y constituido Señor por el Padre al tercer día, simplemente, sin demasiadas frases hermosas, para no impedir el contacto vivo con el Señor que opera con poder por medio del Espíritu: «Mi Palabra y mi mensaje no tenían nada del discurso persuasivo de la sabiduría, era una demostración de Espíritu y de poder» (1 Cor 2,4).
«Es por la locura de la predicación como ha agradado a Dios salvar a los creyentes» (1 Cor 1, 21). «Para abatir a los poderosos, destruir los razonamientos y someter toda inteligencia a la obediencia a Cristo» (2 Cor 10, 3-5), para conducir a la razón humana a la «obediencia de la fe» (Rom 1, 5), la razón no basta; es necesario «empuñar la espada del Espíritu, es decir, la Palabra de Dios» (Ef 6, 17). Es el contacto con la Palabra del Señor y con «la potencia del Espíritu» (Rom 15, 18-19) lo que abre al acto oscuro y tan iluminador de la fe: «La fe depende de la predicación y la predicación a su vez se realiza por la Palabra de Cristo» (Rom 10, 17).
Es la experiencia de la Iglesia post-pentecostal, llena del Espíritu que descendió sobre Jesús y que la ha enviado a evangelizar a los pobres (Lc 4, 18): los hombres que escuchan la predicación de los apóstoles «tienen el corazón traspasado», están convencidos de su pecado por el Espíritu Santo y gritan: «¿Qué debemos hacer, hermanos?» (Hch 2, 37).
Pedro dice que «Dios da el Espíritu a los que se le someten» (Hch 5, 32). Es necesario morir a sí mismo para acoger por entero la voluntad del Padre, que es tan grande y diferente de la nuestra. La potencia del Espíritu en aquel que lo anuncia está en proporción a la Cruz que lleva (2 Cor 1- 7), de «manera que la muerte haga su obra en nosotros, y la vida en vosotros» (2 Cor 4, 12).
Subrayar el absoluto del Evangelio y el peligro de la reducción secular no debe hacernos perder de vista lo concreto de la vida y del sufrimiento vivido por aquellos a los que anunciamos el Evangelio. Si no,corremos el peligro de la reducción integrista, reconocible en la actitud de «aquel que tiene todas las respuestas prestas para todo el mundo, dadas sin participación real y sin amor; de aquel que sabe siempre decir los «no» de Dios, pasando frecuentemente en silencio los «sí» incluso humildes y provisionales, que tanto necesitamos para vivir y para morir. El Dios del Evangelio no es así: es el Dios con nosotros, que ha trabajado con sus manos de hombre, que ha sufrido y amado con un corazón de hombre. Para esto, contra toda tentación integrista, es necesario reconocerse pobre y peregrino, compañero de camino de los hombres a los que anunciamos el Evangelio (B. Forte, Sac. Min., 1989).
«Aquel que ha probado una vez en su vida la misericordia de Dios, no desea sino servir: el trono del juez no le atrae; quiere vivir abajo, con los desgraciados y los humildes, porque Dios lo ha encontrado a él ahí, abajo» (Bonhoeffer).
Para el ministerio apostólico, anunciar el Evangelio no es tanto un derecho o un privilegio cuanto un deber y una responsabilidad: «Anunciar el Evangelio, en efecto, no es para mí un título de gloria; es una necesidad que me incumbe. Sí, desgraciado de mí si no anuncio el Evangelio…es una carga que me ha sido confiada» (1 Cor 9, 16-17). «Hay que trabajar predicando, catequizando, noche y día, ése es nuestro trabajo» (VD 192). «El sacerdote gana su pan enseñando a Jesucristo al mundo» (ES 67-69). «Y para esto, ¿quién está capacitado?» (2 Cor 2, 16). Nadie. «Llevamos este tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7). Pero, «encargados de este servicio por misericordia, no desfallecemos» (2 Cor 4,1).