HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo XIX del Tiempo Ordinario
(Lc 12, 32-48)
7 de Agosto de 2022
Jesús continúa iniciando a sus discípulos en el amor de su Padre, primero por medio de la oración del Padre nuestro, después desde la conducta poco fraterna y, por lo tanto, poco filial de dos hermanos, que se pelean por la herencia. Jesús comparte su experiencia de Dios como Padre, esto es lo fundamental de toda esta enseñanza, aún en la cruz se abandona a él. Antes que denunciar está el anuncio de que Dios da el Espíritu Santo a quienes quieran verdaderamente recibirlo(Lc 11, 13). En el texto que meditamos Jesús anuncia el Reino, que consiste en el proyecto de Dios animado por el Espíritu. El Espíritu Santo es el proyecto del reino de Dios, que consiste en sanar, perdonar y anunciar la alegría del evangelio(Lc 4, 18). En el centro de la fe está Dios Padre Providente que cuida de las aves del cielo y de las plantas de la tierra, con mayor razón lo hace con sus hijos. Toda la denuncia de Jesús entraña el gran anuncio de la fidelidad, la misericordia y la ternura de Dios. Sus palabras: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino”, es el único antídoto contra el miedo y la ambición. Nuestra inquietud fundamental es nuestra dependencia de Dios y sólo él podrá darnos seguridad.
La fe es la seguridad de poseer, ya desde ahora, lo que se espera, y de conocer las realidades que no se ven. Esta fue la fortaleza de la “nube de testigos” que superaron todas las pruebas de este mundo para alcanzar “la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. Por la fe los israelitas se lanzaron a la aventura de la libertad reconfortados por la firmeza de las promesas en que habían creído. El Espíritu Santo actuaba de alguna forma en ellos en el ansia de una patria mejor: la del cielo. Es la belleza de este cielo la que ahora nos presenta Jesús en el evangelio, primero de una manera muy atractiva, como “tesoro que no se acaba”, después como un Señor que pide cuentas a sus criados. En última instancia, las realidades de la fe, nos quieren ayudar con la carga de nuestra tendencia a asegurarnos, a instalarnos, a dormirnos en la rutina, en la mediocridad, en la indiferencia. No es que se trate de un mero recurso pedagógico para impactar nuestra psicología, se trata de una realidad nos impresione o no.
Parecen terribles, amenazadoras las palabras con que Jesús advierte a los criados, tanto de la primera parábola, que parece dirigida a toda la comunidad, como la segunda, a los administradores puestos al frente de la servidumbre, que nos hace pensar en los guías que están al frente de las comunidades. Sin embargo, como todas las parábolas que miran la realidad de este mundo desde el “tribunal” del Reino definitivo, esta forma de hablar de Jesús es una manera de darle consistencia, solidez a toda esta temporalidad que parece tan fugaz y efímera. Cuanto más se pierde la noción de trascendencia, más líquida se hace nuestra cultura, sin forma, sin identidad, todo importa lo mismo, más bien nada, el criterio de elección es la emoción del momento. De esta manera se vacía de fundamento la existencia humana y queda a merced de los caprichos humanos, y cuando esto sucede aumenta el número de descartados de la fiesta de la vida.
Contemplar la historia, el mundo desde el juicio final, no tiene la intención de echar a perder la fiesta de la libertad, sino de inculcar una mirada que toma demasiado en serio la existencia humana y todo lo que la rodea. Al mismo tiempo que Jesús nos revela la presencia fiel y providente de Dios, nos enseña el verdadero valor de la naturaleza y del ser humano. Jesús nos hace presente la vigilancia del amor de Dios. Él es ese padre de familia que reconoce el valor sagrado de quienes viven con él y por eso no se cansa de poner todos sus cuidados en prever los peligros que amenazan. Sólo el amor nos descubre la dignidad y la importancia de cada cosa y de cada persona. Según la conciencia que tengamos de las cosas será la responsabilidad que tomemos sobre ellas. Se pide cuentas de lo que trasciende su Apariencia.
Sólo la mirada de Dios que se nos ha manifestado en Jesús nos da las verdaderas dimensiones del hombre, de la naturaleza y de la historia. Quien vive en la superficie de las cosas será cínico y frívolo, pisoteará la dignidad de todo, y hasta puede ser que se meta directamente con la vida, que es lo más sagrado que existe. Por eso, un discípulo de Jesús debe ser muy consciente de la santidad de todo lo que existe, porque reconoce la imagen o huella de Dios en ello. De ahí debe brotar un compromiso más decidido con la vida, la justicia y la libertad. No basta la vigilancia de una ciencia y tecnología cuyo “respeto” por las cosas sólo prevé un futuro inmediato, es necesario un “respeto” de las cosas como que pertenecen a un proyecto eterno, del cual se tiene que pedir cuentas por su participación de lo divino en ellas. Pareciera que hablar del “más allá” nos distrajera de la vida real, de los problemas sociales, económicos y políticos y, sin embargo, cuanto más nos encerramos en el mundo más se pierde la primacía del hombre. Tenemos, así, que el juicio que anuncia Jesús más que promover una mirada pesimista de la existencia, es todo lo contrario, constituir el momento presente como algo digno de ser vivido.
Quien vive la existencia como puro capricho, casualidad, destino, necesidad, vivirá arrastrado por el arbitrio de fuerzas extrañas y sin considerarse digno de un lugar especial en la historia. Esto es válido tanto en la gestión de los valores en general como de los procesos comunitarios. Al dirigirse a quienes encabezan procesos comunitarios, Jesús, parece deja caer todo el peso de la exigencia, porque se supone que son más conscientes de las cosas: “El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debí, recibirá muchos azotes…”(Lc 12, 47).
Desde el principio de este texto Jesús pone el toque alarmante del juicio final sobre el tema de la relación con las riquezas. A continuación, en el mismo tono y como si hubiera alguna relación con la actitud frente a las riquezas, está la invitación a la vigilancia en el trato hacia los hermanos, sobre todo de los que se tiene una responsabilidad directa. La idolatría de las riquezas rompe la armonía del amor a Dios y el amor al prójimo. El dinero no es malo por sí mismo, sino porque el corazón del hombre le permite ocupar el lugar de Dios y de las personas. Con razón Jesús recuerda a la ambición humana el gran tesoro de la paternidad de Dios que nos ofrece su reino. Lo único que puede curarnos de la avaricia es la gratuidad del amor de Dios, como ya se ha dicho. El afán desmedido de las cosas ofende, primeramente, la providencia divina que “cuida de los cuervos” y “viste la hierba del campo” “¿cuánto más hará por nosotros?”(Lc 12, 24-28; cfr. 11, 13). Preocuparse afanosamente por la comida y el vestido es una acusación grave a la providencia de Dios. Si se pierde el sentido de que las mayores riquezas son gratis(Lc 12, 23), no nos bastará poseer el mundo entero para sentirnos seguros. Además, no es digno del ser humano dejarse esclavizar por las cosas materiales. Si privamos al corazón humano de su experiencia fundante que es su dependencia total de la generosidad de Dios, no habrá nada que lo cure de su ambición. Al denunciar la idolatría del dinero Jesús defiende la primacía de Dios y de la persona. No estamos frente a una espiritualidad del pasado, que considera malo lo material, al cuerpo por el hecho de serlo, sino que Jesús y Lucas saben por experiencia que corre sangre en los pleitos por el dinero entre hermanos y amigos. La idolatría de las cosas tiene otra consecuencia no menos grave que es el maltrato y la explotación de los hermanos. Jesús lo explica con la parábola del siervo fiel e infiel, dependiendo de cómo haya cuidado a los que dependían de él. Sobre este asunto también, Jesús, pone el tono apremiante de juicio final. La parábola invita a pensar en los que tienen mayor responsabilidad frente a una comunidad, tal vez padres de familia, guías religiosos, políticos, maestros, etc., pero se puede aplicar a todos, porque todos tenemos la misión de cuidar a alguien, de amar al prójimo. De entrada se nos dice que somos responsables unos de otros de una forma o de otra, esto no es opcional. No vale la excusa de Caín: “¿acaso soy el guardián de mi hermano?” Hay una felicitación para el siervo fiel y cumplido, y hasta será beneficiario de una acción un tanto exagerada como que el amo se pondrá a servirle. Pero a quienes se distraen buscando sus propios intereses y esto los lleva a maltratar a sus hermanos, recibirán castigo doble, sobre todo los que lucran con su imagen de servidores, los que abusan de cualquier modo de sus comunidades.